domingo, diciembre 12, 2004

Tramposa, tramposa de Ernesto Alaimo

TRAMPOSA, TRAMPOSA

Debiste verlo. Me quedé paralizado. Cuando apareció por la puerta, a juzgar por su cara parecía que se había recuperado del momento reciente, pero cuando me pidió que le ayudara con el cofre... Algo en mí quiso tocarla; otra parte intentaría quemarla o de alguna forma destruirla. Fui a otro círculo para dejarlo saborear unos minutos las lágrimas y sacar las amargas conclusiones de siempre; para mí el caso estaba terminado. Abrazarla, desesperadamente cuidadoso abrazarla, derrota pero creación, abrazarla pero llorando por lo que sólo ahora, al aparecer, era algo perdido. Y la arena también lo miraba en silencio, pero su existencia callada y burlona era la mayor de las risas, ¿de quién?, quizás de la tentación que sabe la fatalidad y el caos, del final que le mostraba así la trampa. Podía ser una burla, una muy fina, muy despiadada burla preparada de antemano con demasiado detallismo. Pura arena, debiste verlo, tenía la cara petrificada con los ojos clavados en ella. Pero en mi amargura era sólo la última comprobación de que todo había sido cierto y de que al fin, con el tiempo quizás la arena se convirtiera en el tesoro. Un instante, un flujo, un movimiento, como todo, pero en ese instante yo miré su cara y vi miedo, una vacilación del último paso, o del primero, pero no estaban en ese momento ahí; yo vi ese gesto en su rostro en ese momento, pero en él no estuvo sino hasta después, pasado un tiempo (¿pero cuánto tiempo?).
Y pensar que todo había empezado en ese viaje que nos prometía un lugar paradisíaco, quince días de placer, sol y arena, también arena.
Dejó caer las herramientas, sudando más que nunca, clavados sus ojos donde los míos, y acercó sus manos a la tapa que no tenía cerrojos ni cadenas, que estaba esperando. Recuerdo el camarote que nos tocó, el número 12, al fondo del pasillo; tan hermoso era estar juntos en esa cama, el piso alfombrado, una ventanilla redonda, todo tan como lo había soñado. Escuché su voz, la frase como si la estuviera diciendo en ese momento, pero yo sabía que en realidad la había dicho antes, que ahora no estaba moviendo los labios, que eso en realidad era un recuerdo que reverberaba en el presente, él quieto, callado y preguntando ¿quién mierda voy a ser cuando despierte? frente al cofre pero no lo estaba diciendo, lo había dicho mucho antes y era como si yo recién hubiera llegado a la escena, desde ese pasado lejano, oyendo aún la reverberación de algo que ya era muy vago. Toda la estancia en el barco fue en realidad plácida, si nada nos preocupaba y aún no me habían infundido esa torpe ansiedad (no, no torpe ansiedad; torpe yo). Entonces se detuvo y contempló el regalo y también su obra, obra de quién, regalo de quién, sueño de quién.
La primera noche nos quedamos en nuestra habitación, era la emoción reservada sólo para los dos, lo nuevo, la excitación de estar juntos y yendo, estando en un paraíso. Así se fue abriendo uno de los lados hundidos del rombo, desde la altura de su pecho hacia abajo, dejando que se viera bien el cofre, que parecía que por fin estaba en el mundo y no en su cabeza, para que no se le perdiera ninguna parte, hasta el piso que lo sostenía, elevado un metro. Me desperté pasado ya el mediodía creo, ella saboreaba lentamente el desayuno americano sobre un carrito junto a la pequeña ventana. Con fuerza descargaba los golpes, como si tuviera una fuente ilimitada de energías, pero a la vez tenía la paciencia del campo minado en la cabeza. Seguimos ese día, como la tarde anterior, encerrados en el cuarto saboreándonos y sabiendo que sentíamos la misma excitación, multiplicándola. Le di la maza y la estaca, y empezó a apuntalar la pared central, un rombo de lados curvos que resultaba de las cuatro paredes que se unían en el centro exacto de la edificación. Fue esa noche que salimos por primera vez a la “vida del barco”, hambrientos como estábamos y aunque agotados, sin poder seguir tirados en la cama interminablemente. Cerró los ojos largo tiempo, y me pidió la maza y la estaca; a la pregunta respondió gritando “¡la maza y la estaca, decime que ves una maza y una estaca atrás tuyo!” Salimos un rato al cielo de noche cerrada, con estrellas que lejos de la ciudad se veían mucho más grandes, más fuertes, y a falta de luna más numerosas. Ni siquiera pareció desilusionarse cuando llegamos a los cuatro círculos centrales, conectados todos entre sí, iluminados dos de ellos por un sol que subía, colorando la tierra del suelo; no pareció desesperar como yo, que estaba a punto de estallar en la histeria. Había otras personas cerca nuestro, lo que nos devolvía un poco a la sociedad, desilusionados por haber perdido la vaga sensación de estar solos en ese viaje pero indiferentes, o en todo caso dispuestos a ver qué nos traería de nuevo ese mundo, alejados ya de todos los males de la rutina. Yo me habría hartado si no le estuviera viendo la cara, cada vez más ávida, con los ojos cada vez más abiertos y las piernas cada vez más temblorosas. Decidimos emborracharnos, así que no cenamos y fuimos directamente al bar riéndonos de cualquier cosa. Parecía que el edificio en silencio era demasiado grande, y que nunca alcanzaríamos su centro, donde yo deducía que estaba el famoso cofre, mientras seguíamos hacia la derecha hasta volver un círculo, otra vez a la derecha, avanzar cinco, doblar.
El bar debía ser el centro de mayor atención del crucero; todas las mesas estaban ocupadas, parecía que todo el mundo buscaba ahogar la rutina que dejaba en el continente de la misma forma a esa hora, y el alcohol entraba en todos los pasajeros como la ganzúa para abrir fácilmente la puerta, o para cerrar fácilmente la puerta. Doblamos a la derecha, guiados por otro débil rastro de luz, como si el sol nos fuera tendiendo sus migas de pan, el sol de quién. Más densa que el aire, que el mismo bar, era la voz de Billie Holliday muy fuerte, demasiado, entrando así a la fuerza en la mente que no podía sustraerse a la música. Cruzamos dos círculos y llegamos al que tenía el orificio en el centro, y nos dejaba ver que faltaba una puerta, que sólo podíamos movernos hacia los costados o volver: era un laberinto. En el remolino de gente nos quedamos como perdidos; nos imaginé una boya anclada en el mar que especta la tormenta, tan indefensa y silenciosa, balanceándose con los vientos y las olas, quedándose ahí, mientras el huracán pasa. Decididamente (pero no apurado, como yendo en un campo minado mental) él avanzó hacia la puerta que se seguía adentrando en el gran círculo, guiado por la débil luz que se filtraba en alguna de las habitaciones. Nos habíamos quedado quietos sin decir palabra, quizá los dos pensando algo parecido, cuando observé que desde un lugar de la barra donde tres orientales bebían uno de ellos me hacía señas. Era un círculo de ladrillos con tres puertas que derivaban a otros círculos. Nos mostraba que había lugar libre a su lado y nos invitaba a sentarnos con una sonrisa que aventajaba ligeramente a la de sus compañeros. La primera habitación era necesariamente oscura, su techo no tenía ningún agujero en el centro. Nos acercamos y nos saludó en un inglés no muy masticado de oriental que aparentemente no iba por el primer ron.
Entramos. Lo primero fue la doble presentación formal, los nombres (Weng el primero, los de los otros por una u otra razón no los retuve), la procedencia (Corea del Sur), el bocadillo de conocimiento sobre el país (Weng: tango, varios escritores, uno de los otros: Maradona) y lentamente a otras cosas. Mientras nos íbamos acercando a la más cercana, yo veía cómo contrastaba además la oscuridad que se veía dentro de la construcción, apenas interrumpida por rastros de luz de algún orificio interno, perdiéndose hacia el fondo, con el cielo que abría su color límpido, cada vez más fuerte. Nos sentamos y empezaron las rondas de bebida, invitando ellos, invitando yo, otra vez ellos. Y la altura contrastaba con esa impetuosidad de extensión, ya que no pasaba los dos metros y medio, apenas superior al alto de sus puertas (simples aberturas), una en cada círculo. Con el correr de los tragos se fueron ablandando las lenguas y complicando los lenguajes. La parte que veíamos frente a nosotros ya era enorme; a ambos lados cientos de metros de paredes curvas que a la vez se iban curvando como para formar un gran círculo de círculos, que si era como nos dejaba imaginarlo, no habría bastado una ciudad entera para contenerlo. Como desde el principio, las palabras fueron entre Weng y yo; de vez en cuando intervenían sus dos amigos ahogados por la risa y mientras pudo ella también participó, hasta que debió marcharse para vomitar el resto de la noche.
Salió el sol y nosotros seguimos caminando, hasta que, no sé cuánto tiempo después (y realmente, ¿cuánto tiempo?), nos desviamos a la derecha cuando estaba ahí, de pronto como si hubiera estado siempre, la edificación de ladrillos expuestos, esa especie de palacio inexplicable, como una obra a medio hacer. Después terminaron por reírse entre ellos por lo bajo y quedamos los dos, definido ya el inglés para hablar, tomando nuestro propio rumbo en la charla. Ahora yo veía con tanta claridad como él la línea que estábamos siguiendo; el la vería en el camino, o simplemente en la atracción que irradiaba el lugar buscado, yo la veía en sus ojos.
A lo largo de las horas intercambiamos gustos, o por lo menos nociones, sobre música, literatura, cine, evitando cuidadosamente los roces con la política. Con tanta seguridad me dijo “Nos dejó algo lejos, tenemos que caminar” que poco a poco fui contagiándome de nuevo. Creo que esto lo notamos en un momento determinado, porque a la mención de la palabra “Cuba” siguió un silencio de mutua incomodidad que se rompió con nuestra risa. No podíamos saber si nos estaba engañando con el precio, pero tampoco sabíamos dónde estábamos, lo que era un poco más desesperante para mí, que de pronto comprendía que a lo largo del viaje ya no estaba pensando tanto en todo el tema, al contrario de él que parecía más concentrado que nunca, ansioso, extasiado. Era muy difícil encontrar nociones comunes y definidas, por la radical diferencia Occidente-Oriente.
Cuando el chofer detuvo el taxi en la banquina y dijo “Hasta aquí llegamos” yo, que no sabía qué pensar, que no tenía el mapa de humo en la cabeza, vi que él retenía el aliento mirando al taxista, como con algo de furia. Gracias a sus estudios había un encuentro con el arte europeo, pero era muy elemental en todo lo que no fuera surrealismo, por lo que estaba realmente interesado (acabado ya el miedo a la política ambos pudimos explayarnos hasta el fondo, que de una u otra forma siempre desemboca en ella). Me devolvió al tema, como los murmullos de afuera al quedar la mente en blanco, su pesada melancolía: “Por eso estaba tan solo”, meneando apenas la cabeza, aseverando lentamente su descubrimiento, que aún siéndolo, no llegaba a cobrar la realidad suficiente como para hacerlo “despertar”, falseando entonces todo el propósito del viaje y de vivir. Yo le preguntaba, probablemente como un idiota, sobre las filosofías orientales, y él me hablaba y preguntaba por Dalí, André Breton, la dupla Borges-Cortázar. El de ahora era quizás el más impresionante: relieves de un desierto absolutamente desconocido (aunque familiar) cobrando forma y una penumbrosa vista contrastando con la respiración del sol acercándose hasta dejar ver todas las cosas, aún bajo un velo de tenue noche, con colores todavía extraños. En lo demás nos veíamos separados por nuestros propios regionalismos, que hasta ese momento en que vimos el otro lado desconocíamos como tales, creyendo yo antes que tantas cosas eran universales hasta que él me contrapuso ideas y símbolos que jamás habría contemplado en el mismo mundo. Se cruzaban otra vez los patrones de repetición, nuestra escena de silencio, modificada por el chofer, y el paisaje. Inocentemente me remontaba a Aristóteles, hasta Homero, buscando la raíz común, hasta que comprendí que todo había comenzado de dos formas distintas, y que recién esos mundos se estaban uniendo por las ramas altas del último tiempo, surrealismo, siglo veinte, desde los troncos distantes. Bastante imprudente era mostrar todo el dinero a un completo desconocido de un país desconocido con una posición de poder como la que tenía ese hombre, pero de todas formas nada ocurrió y nos llevó por una ruta que ninguno de los dos tenía la menor idea de adónde llevaba. ¿Cómo habremos llegado desde ese punto de partida hasta la apuesta? La única indicación que le dio al chofer fue llévenos al oeste, lo más lejos que pueda llegar con esto mostrándole el puñado de billetes en la mano; luego de pensar un poco sacó la mitad a la vista del chofer. Comprender eso es comprender por qué la ganó. Salimos sospechosamente rápido del aeropuerto tomando un simétrico taxi para alejarnos de la ciudad bajo el alba.
Como yo desconocía por completo la filosofía oriental y él no parecía con muchas ganas de hablar de ella, sólo podíamos abordar el tema de su interés y mi conocimiento, pero siempre de la misma forma: seminario en inglés con acento coreano. No pude ni nunca podré saber si desde el principio íbamos a Lima o si se le cruzó por la cabeza en el momento, por algún pánico de “¡se me está yendo, no lo dejemos escapar!”, nunca lo sabré porque cuando le hablé de pedir por los bolsos creo que ni me respondió, que siguió de largo, ya casi corriendo, parando en cada puesto burocrático sin contestar a las preguntas que yo ya no le hacía.
Hablaba de esos nombres que habían aparecido, y también de otros, Freud y Nietzsche.
Cuando la voz del avión avisó que llegábamos a Lima él levantó la cabeza y “vamos”.
Y pensar que entonces no entendí por qué desde esos lugares había saltado a la apuesta (y pensar que creía que había dado un salto, de una cosa a cualquier otra). La única frase que alguno de los dos articuló fue la que dijo como para sí (todo como para sí) bajando la cabeza, tomándose la nuca con las manos, “¿Tan solo estaba entonces?”. Cuando me lo dijo yo estaba tan borracho que me hubiera dado lo mismo si se ponía a cantar la Marsellesa o a comentar la última Copa América de fútbol. Ya te imaginarás algunas de todas las cosas que habremos pensado. Creo recordar bien sus palabras, algo así como “No hay diferencias: sueño, vida.
El resto del viaje fueron apenas palabras cortando el remolino silencioso que por separado nos llevaba a los dos, palabras suyas o mías, un “todo, todo...” o un “nada”, “cómo”, “pero”, etcétera. Te apuesto una cena a que el barco se demorará tres días en llegar al próximo puerto, y que nadie se dará cuenta salvo nosotros.” Al principio el viaje fue distracción: la ciudad, el alejarse, el suelo oscuro y sus luces, el cielo, hasta que dijo: “Entonces, si yo estoy soñando esto, siempre estuve hablando solo, encontrándome conmigo mismo, odiándome, amándome a mí mismo” y me dejó sumirme en su oscuridad. ¿Una cena? pensé (o dije), estupendo: le sacamos una cena a un borracho. Yo le dije: “bueno, todo lo que quieras con tu viaje y tu tesoro, pero a la ventana voy yo” así que me senté primero y descubrí la ventanilla para poder distraerme durante el viaje, o para encontrar un marco más concreto sobre el cual enfocar mi propia tiniebla. Espero que después se acuerde de pagar.
Subimos a la clase turista de un avión no tan lleno de gente. Eso se lo debí haber dicho, porque escribió la apuesta en dos servilletas y me dio una, para jurar de una manera menos ridícula. En un momento pareció que estuviera por decir algo; retuvo la respiración, tensó los labios, trajo sus ojos de vuelta desde el más allá, pero luego se volvió a sumergir en esa tiniebla y soltó el aire. Y aunque se estaba riendo, lo estaba haciendo seriamente, la risa era circunstancial. Había una vibración que revelaba nuestros nervios ante la puerta de embarque, que no era otra cosa sino eso, la puerta de embarque.
El resto de esa noche se me perdió, hundiéndome más y más hasta el fondo de una embriaguez compartida con cierta alegría, no efusiva, sino casi decorosa. Ahora se hacía inevitable pensar en el encuentro definitorio con el destino, en el saber de una vez de qué se trataba todo esto, y lo sabíamos tanto él como yo. Con ese desconocido amigo distante, no recuerdo exactamente los momentos ni las charlas ni las frases, pero siento que fuimos llegando a un contacto muy directo, aunque desde la distancia infranqueable para dos desconocidos en una sola noche, un contacto depurado por el alcohol o por eso que nos había hecho quedar solos en el bar, esas pulsiones enmascaradas, traducidas en gustos compartidos o en alegría decorosa.
Era al revés de lo que se hubiera podido esperar: la escena, desde afuera, podía verse como la misma a simple vista, repetida invariablemente, pero era la esencia la que cambiaba y generaba la idea de temporalidad en esos silencios. Francamente no sé cuál recuerdo del final es el verdadero, si la llegada sonámbula al cuarto iluminado por un sol de casi mediodía, encontrándola en la cama con pequeños vómitos junto a ella y en el piso, y oliendo inmediatamente el repugnante hedor, o quedarme dormido en la cubierta con el sol en la cara luego de haber tarareado incoherencias y reído de nada abrazado a Weng, o las dos cosas. “Vamos”.
En los días que siguieron a bordo todo volvió a la normalidad y descubrí que había sido esa noche el intervalo onírico del viaje apacible que buscaba con ella, y no un caos del que no hay vuelta atrás como se cree por momentos en esas noches, vistas las cosas de la forma en que lo han sido. Se dio vuelta y me encaró, y ni siquiera atravesaba mi cuerpo con su mirada para ir más allá, se quedaba en un más allá más acá, cercano, entre él y yo, en un infinito espacio (que no era barrera, sino lo contrario) que se cerraba en nuestros ojos. Pasábamos el día juntos bajo el cielo límpido, la noche también. Entendí, tal vez erróneamente, que debía quedarme ahí, en el medio de la galería, y lo vi de perfil acercarse veloz a la mesada y hablar, monosilábica y entrecejadamente, sacar la tarjeta y recibir esos pasajes, esos imposibles, inauditos pasajes. Cuando nos cruzábamos con los coreanos era un saludo cordial, una sonrisa, primero tal vez un abrazo que pareció incomodar a Weng, y nada más, vuelta a lo nuestro.
“Voy a comprar los pasajes” dijo y ¿creer o no creer?. Como solía pasar en esos casos con personas que uno ha conocido una noche alegre y con las que ha compartido la noche entera como si las conociera de toda la vida o pensando la vida futura con ellas, me daba algo de lástima ver que nos alejábamos irremediablemente, que hasta nos saludábamos con pudor o timidez, pensando en lo que perderíamos al no aprovechar lo que habíamos encontrado. Pero él tampoco parecía detenerse mucho a pensar, daba la impresión de que los dos nos estábamos siguiendo mutuamente, haciendo de ese recorrer un camino que ninguno de los dos marcaba el camino al que nos llevaba la entidad azarosa. Pensé que quizás por ese pudor no nos pagaríamos la cena, le tocara a quien le tocara. Yo no me fijaba en los nombres, ni de las ciudades ni de las calles, ni en las horas ni los vuelos; yo me dejaba llevar, suponiendo que él sabría adónde estábamos yendo, ya que él había dicho “vamos” la primera vez. Así pasaron los dos días hasta que llegamos al primer puerto del viaje: Weng había perdido la apuesta, y yo no iba a cobrársela, por más que tuviera la servilleta.
Llegamos a la otra ciudad y fuimos directamente al aeropuerto.
Nos bajamos del barco y nos disponíamos a dar un paseo por la ciudad cuando apareció Weng sin sus dos amigos, sonriente, para citarme al anochecer en el muelle para la cena. Lo más hermoso era el cielo, y de la forma que lo estaba viendo, ese cielo. Yo le dije que no importaba, que no debía pagármela, y fue fingida su cara de sorpresa al decirme que no comprendía; hasta seguía sonriendo.
Atravesamos por la ventana del ómnibus otro paisaje hermoso, con otro deja vu en el cuello, y una premonición de pastillas para dormir hasta algún descuido fortuito. Miré mi reloj: tuve que preguntarle a alguien en el muelle, un poco agitado: detuve a otro, un pasajero que bajaba.
Levantó la cabeza y se paró despacio, con la cara dura, diciendo ya lo único que sabía decir: “vamos”. Lo miré asustado. Dos caras se oscurecían. Con la sonrisa de quien tiene todo bajo control, me dijo que hablaríamos en la cena. ¿Qué pasaba ahora, que estábamos tres días tarde y que uno del sueño había venido a decirme que estaba soñando?
Como era de esperarse, nada de alegre paseo por la ciudad. Siempre que descubro que estoy soñando, por más que trate de seguir en el sueño me despierto. Yo perturbado, ella preguntándome todo lo que se puede preguntar, yo contestándole lo que podía articular.
En el banco de espera pareció repetirse la escena, él con la cara oscurecida y concentrado en no perder ese lugar y ese cofre que le había dejado el coreano, en darle una ubicación y un contenido, y en no despertarse; yo le daba el cambio a la situación porque lentamente me adhería a esas cuestiones: ¿por qué yo no me despertaba?
Pudimos ver tranquilos la puesta del sol en el muelle, y llegó Weng. Poco a poco nos fuimos alejando de todo; dejamos la playa, atravesamos calles oscuras de la ciudad, luego dimos en un centro luminoso y atestado de gente, y llegamos a la terminal de ómnibus, donde las luces empezaban a separarse y caer. Su alegría me oscurecía más. Se bajó del taxi con el chofer, guardaron los bolsos en el baúl y me esperó junto a la puerta, repitiendo “vamos”. Restaurant portuario: pescado o mariscos.
Después llegó él, y todo se hizo remolino otra vez. A la espera de los platos, mi mirada impaciente y su piedad empezaron a hablar por nosotros. Me olvidé un poco de todo por un rato pero después empecé a pensar en todo lo que se había hablado, y más, lo que se había insinuado, y esa serenidad, ese estar parada frente al mar estremeciéndome por esa brisa fresca de noche, se me hicieron un nudo en la garganta, algo como pasado irrecuperable, como un despertar a la pesadilla después del sueño más claro. Después me dijo: “No hay que buscar explicaciones racionales, como se pretende que sea el mundo. Su sereno murmullo, y el agua que se alejaba negra apenas unos metros hasta confundirse con el cielo invisible, me infundieron la tranquilidad como un chorro de agua tibia en el cuerpo. En él no hay ninguna respuesta. El mar de noche era hermoso. Todo está aquí –golpeándose la sien con el dedo–; aquí y ahí también.
Crucé la avenida costanera y quedé frente a la playa. ¿Comprendes? Cuando quedé sola algo de mí quiso llorar; otra parte se burló de eso; otra, al fin, no entendía nada. No es que yo tenga poder sobre los destinos de todos los seres del mundo; tengo el poder sobre mi sueño, que es el mundo. El hombre me acompañó con los bolsos hasta la puerta del restaurant donde nos encontraríamos para salir. Lo que pasa es que es también tu sueño, y el de todos. Me hizo un gesto con la cabeza, siguiendo la típica degradación de los saludos hasta la indiferencia. Ustedes dos son para mí personajes de mi sueño, pero yo no soy más que uno de los tantos personajes en los suyos. En el muelle me crucé con uno de los coreanos que no era Weng, volviendo algo apurado. Así se entrelazan los sueños de cada uno de los todos y se constituye la “realidad”, multiforme, dinámica, imperfecta, onírica. Un hombre que trabajaba en el barco me ayudó con los bolsos. La realidad no está afuera; está dentro de nuestras cabezas, en nuestro sueño, y es a partir de allí de donde podemos empezar a interactuar con ella y manipularla. Junté todo, guardé los jabones del baño y por las dudas eché un poco de perfume en el aire antes de salir. Simplemente ver, ver lo que pasará tan vívidamente como si hubiera pasado, y el sueño no lo puede esquivar.
Habrá sido por esa sensación algo nostálgica que creí oler todavía a látex, a vómito, todos los olores del viaje de una vez, dándome un último respiro. Y en el entrelazamiento, lo que establece mi oniria no es cuestionado por ninguno de los otros soñadores: es así, las circunstancias del sueño que nadie cuestiona.
Entré a nuestra habitación, que tenía un aire distinto, ya tan de recuerdo; parecía realmente un sueño, que estaba volviendo en un recuerdo onírico. Salvo cuando llega esa chispa de lucidez, en muy pocas ocasiones, y uno comprende que está soñando y que nada de eso es ‘real’. Pese a que me dijo que pronto lo tendríamos todo no pudo evitar que yo volviera al barco para buscar nuestras cosas: así mientras él iba a conseguir un transporte hacia el aeropuerto más cercano yo recorrí por última vez el escenario de ese paseo que nos había prometido un largo, un sereno paraíso, y que abandonábamos entre remolinos, y sin una despedida. Así me llegó esta suerte. Averiguamos y resultó que no tenía, así que debíamos tomar un ómnibus o un tren o lo que fuera para luego ir a quién sabe dónde. Así la aprovecho. Me preguntó si la ciudad tenía aeropuerto, y me costó ponerme estupefacta, porque algo me ganaba de lo que entendía en su cara. Cuando llega esta lucidez y decido no despertar, y me quedo a ver qué sigue, y hasta yo lo dispongo. Nadie se había dado cuenta, sólo nosotros dos nos enloquecíamos, y él, que igualmente había oído más que yo y sabía mejor de qué estaban hablando, aparentemente decidió qué creer y no dejó correr un segundo más para su carrera desenfrenada. Así es tan fácil disfrutar hasta de las pesadillas, que si quiero llegan. Pero el hecho era que estábamos tres días tarde, cómo explicarlo. Sólo es necesario ese poder de concentración, de convicción, que doblega al propio inconsciente. Si te ponías a pensar todo parecía una tomada de pelo del coreano, que lo había agarrado borracho, le había dicho cualquier cosa y después inventó un juego para hacerle creer sobrio lo que borracho había escuchado. Ver tan fuertemente, tan convencido de cómo serán las cosas, que al fin son.” Lo miré, sin saber cómo reaccionar; él me devolvió una mirada que desde la oscuridad me preguntaba qué no entendía.
Después me habló del lugar, y del tesoro.
“Vamos” me dijo. “Te está esperando” me dijo. Creo que él tampoco, no creo que le hubiera dejado el teléfono o la dirección, un coreano a un argentino, para que pase a saludar si anda por ahí algún día. “Yo lo puse ahí, en el centro de la edificación. No lo vi nunca más. No es mi propósito invadir tu cabeza, es sólo un regalo hecho de sueño a sueño. Yo lo vi alejarse, tan apacible que le faltaba silbar, parecía que estaba exagerando para nosotros, o para su sueño, para burlarse, para seguir burlándose de todo el mundo. Como los de los piratas, un tesoro. No sé si aludió algún compromiso o si sólo dijo que no quería molestarnos más, a lo que se despidió y nos dejó parados en la puerta, frente a la costanera, mudos e inmóviles. Ahora está en tus manos (en tu cabeza) encontrar el lugar, es decir ubicarlo, y ver qué hay dentro del cofre, es decir escogerlo. De todas formas Weng pareció comprender, porque frente a ese autismo sonrió (ya cansaba esa sonrisa) y hasta hizo algún chiste que yo tampoco registré porque como él no podía dejar de pensar en eso. Cuando salgamos del restaurant yo dejaré de sostener esa realidad, y entonces deberás hacerte cargo de ella hasta vivirla” Así de concentrado estaba por no perder esa oportunidad, que cambiaría no sólo su vida si se cumplía, sino la mía también. La comida, según Weng, estaba deliciosa. La cara se le empalidecía y las orejas le hervían, casi ni respondió al saludo de Weng, bah, casi ni lo vio desde que salimos del restaurant. Después de su postre y su café, y de que se llevaran cansados nuestros platos fríos, salimos, y empezó mi obsesión. Debiste verlo.

Crescendo de Ernesto Alaimo

CRESCENDO

Miro la estrella, y olvido. Desierto de ambiciones y desgracias. No podré cerrar los ojos mucho tiempo. Los abro y la estrella allá. No puede cerrar los ojos mucho tiempo. Irradiará su luz y llegará a mí (si sigo confiando en azarosas señales estaré perdido y aún creyendo que todo está en mi cabeza; pero están en todas partes, en mi cabeza).
Hay un camino entre la estrella y yo, si empiezo a caminar derecho hacia ella caminaré y caminaré, dos, tres eternidades y al fin llegaré a ella, aunque aquí la vea como en un tapiz. Hay un espacio, un enorme espacio entre nosotros, pero ella está, y yo también, yo sé que ella es un lugar en el que se puede estar, y hay quizá cosas en el medio que quedan hechas nada en mí, y yo nada en los que están atrás (yo sé que te pido mucho, pero te doy todo, y sólo me queda sostenerme en tu presencia). Yo sé que vos estás, aunque a veces sospeche que también estás en mi cabeza y no hay salida para ese maldito círculo, sólo olvidarse, pero cuando estando estás ausente el cuchillo de tu ausencia tiene doble filo, y son terremotos en mi cabeza, en mi cabeza.
Guardo la Historia, guardo la Muralla China, guardo ese farol, la estrella, guardo a Ani, y se van conmigo. Todo nació conmigo, y me los llevo a la Nada cuando en mí todo se apaga. No habrá más Historia, ni tiempo, y la estrella morirá y no será ni lugar ni luz ni tapiz, no habrás más aunque habiendo (Dios quiera), pero ya no puedo volver atrás y apagarme, ya arranqué la máquina y ya sé que todo morirá, para siempre, que todo lo que conocí se apagará como yo y no más. Pero sólo habrá una vuelta, una inercia, si sólo habrá una Muralla China, una Ani, una Mercedes... Ya estoy en este mar. (Yo sé que te pido tanto quizás, pero te doy todo lo que tengo, y cuesta mucho sostenerse, y así no me dejás caer).
Siempre están a punto de matarme, me olvido, árbol, banco verde, Plaza Moreno, noche, noche que crece, toda la noche, 273, El Morenito, tu cara detrás de la profundidad de tus propios vuelos. Pero desde allá igual, yo quiero que estés acá. Y presiento... presiento que si no me tomás la mano empezarán a maquinarse mil desgracias ahí, en mi insomnio, de aquí hasta que vuelva el mundo con su remolino arrasador que hace olvidar y seguir y aplastar y seguir y no ver y seguir. Yo sé que estás en ese otro camino que no va a estrella (pero pasan esos tres hombres y van tres Sol, tres murallas chinas, tres faroles, guardados, perdidos, nosotros paisaje fugaz que ya murió aún en su luz), pero no quiero que olvides
a veces me voy y la boca dice quizá demasiado porque nunca decís nada
y este pozo no sería cielo, este pozo sería dolor, dolor y dolor...
y me voy y me fui, presintiendo que el mundo demoraría mucho en venir, y todo se repitió en mi mente y mi angustia y otra vez en un ciclo ensordecedor de miro la estrella, y olvido. Desierto de ambiciones y desgracias (pero peor). No podré cerrar los ojos mucho tiempo y la estrella tampoco puede simular que no me ve, porque no me ve, pero yo estoy y si viene a mí me quemará y estará quemando algo y destruirá todo un universo, el universo en mi cabeza, en mi cabeza. (Si estas señales que siguen y siguen y siguen y siguen... mi cabeza sólo será una señal de que mi cabeza está pensando demasiado).
Hay un camino entre la estrella y yo, aunque yo la vea como una chispa celeste prendida en una blanda pared que nunca podrás tocar, ni ser dueña, sólo llenarla de latidos y calor y belleza (pero todo más oscuro y lejano). Si yo camino llegaré, pero demoraré mucho más, siete, trece eternidades (¿será el peso de las cadenas que ató tu silencio sobre mí, el peso de nunca decís nada.
Yo sé que te pido mucho, pero soy tuyo.
Sospecha al cuadrado se hace otro remolino en mi cabeza, en mi cabeza. Vos en mi cabeza, y las estrellas y los tres hombres que tienen cada uno el Universo y el reloj de arena esperando la perdición de todo, hasta de nosotros que seguiremos luego de desaparecer, en su cabeza, en mi cabeza.
¿Pero cuántos filos, cuántos filos más tenés guardados para el cuchillo que me acaricia la espalda? ¿Cuántos más?
Y vuelvo a guardar la Historia, París, los océanos, cada pájaro que alguna vez voló por algún pedacito de cielo en algún pedacito de tierra que nunca conoció una voz humana, y guardo a Dios y a los infiernos y a la génesis que me guarda y me salva pero yo también me la llevo con cada muerte hacia la Inexistencia, que siempre está comiendo Todo, que no para de nacer. Todo nació cuando se prendió la luz en mí, momentos que yo no recuerdo y nunca recordaré, pero que el mundo funcionaba mientras yo conocía los colores, las texturas, los sonidos, todo daba vueltas y me decía que nada está en mi cabeza, que estoy creciendo en este mundo abismal, sé que todo morirá cuando la luz se apague en mí y se acabe al fin el tiempo que juega conmigo como mi paranoia con mi amor, y la estrella morirá (pero más vacío, más Nada aún que la misma nada, que es una idea, sólo imaginación, que no hace más que llenar vacíos con vacío, que necesitamos llenar porque si no el vacío chupa lo que está alrededor y nuestro hermoso castillo de nociones se derrumba con el hueco de ¿Dios o no Dios?, de ¿Vacío o algo?, de ¿solos o ciegos?, de ¿Cielo o Infierno?, de ¿más o hasta aquí, o muerte?
No puedo volver atrás, no puedo no haber ya arrancado la máquina y abierto los ojos y empezado a vivir (¿y para qué no voy a querer haber nacido si después de esto, desde aquí, no hay nada?) ¿Qué me importa que afuera de esta dimensión de la vida haya otra Existencia en la que esté (u otra forma que no sea ser) mi líquido esencial si vos estás acá, y ya acá no te puedo encontrar, al lado mío, en mi cabeza, sí azarosas señales, en mi cabeza, y allá no sé si estarás cerca o no, o serás yo o seré vos? No habrás más habiendo (No Dios me lo deje) y Ani y El Morenito serán sombra del olvido, en mí, que no seré.
Yo sé que te pido tanto quizás, pero estoy en vos y lo que es mío es tuyo, y lo que me das se hace mi creación que vuelve a vos tratando de entrar por donde se filtran mis pulsiones. Te pido tanto porque cuando no encuentro tu corazón muero de hambre, y con tus ojos lejos la sed parece perpetua.
Siempre están a punto de matarme (pero más fríos, más indiferentes y bestias y desconocidos), me olvido, árbol, árbol, banco verde, banco verde, Plaza Moreno, Plaza Moreno, noche, noche, noche que crece, noche que crece, toda noche, toda noche, 273, 546, El Morenito, El Morenito, tu cara detrás de la profundidad de tus propios vuelos, tu cara en mi recuerdo más brillante por mi sed pero más opaca porque nunca decís nada. Y presiento que ya lo viví y otra vez y otra vez, y todo va a estallar de mí pero el remolino no lo notará, y seguirá impasible arrasando todo lo que quede por sufrir. Tu otro camino se hace no sólo mi obsesión, sino la obsesión de mi obsesión, en la cabeza de tres hombres, de Ani, en el remolino, en tu camino. Y todo vuelve y todo se va, pero más abajo, un escalón, y luego todo vuelve y se va, otro escalón, escaleras abajo por mi reflejo de ese otro camino que no va a estrella (pero tres hombres son tres Todo, tres obsesiones, tres tu camino, tres no quiero más), pero no quiero que olvides
a veces no sé cómo callar ni cómo decir, y sólo sale lo que no debía decir, porque nunca decís nada. Pero cuando hablás... los soles pasan por mi mundo y cada segundo es un día, y vivo en una palabra tuya, en un gemido, en un amague de decir algo, en un mojarte los labios, lo que sin ellos no puedo encontrar en años, porque lo que sale de tu adentro me hace vivir.
y este pozo no podrá ser otra cosa, ya no sé qué es cielo ni condena, sólo recuerdo el dolor, dolor y dolor...
y recuerdo que me fui, presintiendo que el mundo demoraría mucho en venir, y todo se repetiría en mi mente y mi angustia como ya tantas veces que pasó, bajando escalones hasta que la rueda me saque del barro...
Y cuando volví ya no estabas.
Claro. Porque vos también estás viva.

El Soldado de Ernesto Alaimo

EL SOLDADO

El Milagro me dijo que mi suerte ya no era suerte y que ahora de mi alma pendían muchas marionetas. Y yo le creí.
Tomé el primer tren que llegó a la estación de Tolosa con destino en Plaza Constitución, muy temprano. Ya tendría tiempo para dormir. De la imagen, si la hubo, no recordaba nada; menos sabía de cualquier mapa. Lo único que quedaba era esa sensación nebulosa, indescriptible, pero suficientemente omnipotente como para dominarme por completo, para hacerme levantar de golpe y subir al primer tren. Tan apurado iba, como tratando de evitar que se perdiera el mapa trazado en mi mente, pero que no existía, jugando una carrera contra el viento que esfumaba la silueta del camino que no veía, pero que de alguna forma intuía, tan ajeno era el Astro que comandaba desde el Milagro mi cuerpo, que me había ido de mi casa sin vestirme, sin un centavo y sin reloj. Sólo tenía unos pantaloncitos y una musculosa, que usaba para dormir. Recordé entonces, cuando el tren llegaba a la segunda estación, que no había comprado boleto. Algo en mí trataba de preocuparse por eso, pero yo estaba demasiado ocupado siguiendo esa línea que, si hubiera intentado señalar con un dedo, se habría perdido para siempre. Mi cuerpo me pedía un poco más de sueño, pero también se lo negó el Astro, el milagro me demandaba entero. Pero sí me permitió juntar esos retazos sueltos, seguramente para un futuro próximo. Esas palabras incoherentes, salidas de un sueño, ariuts, ulrstugt, snobsnao, ¿de dónde habían salido? Recordé también un sueño de una noche anterior, donde me encontraba solo, en la noche de lluvia, en un campo desierto, apuntalando un bloque de piedra con apuro. ¿Cuándo lo había soñado? Llegó el boletero y lo miré esquivamente, con los ojos apuntando a otra parte pero con la atención centrada en ese borroso costado que ocupaba aquel guardián de los senderos. Pero ése, esta vez y sólo esta vez, no era su sendero, ni el mío, por lo que yo nada le debía ni él nada a mí, quizás todavía. Sé que me miró, fue cuando dijo “Boletos” en alto pero hacia mí, e hizo sonar su pinza perforadora. Se quedó quieto unos segundos, con su cara en dirección a mí, pero luego volvió a caminar hacia la otra cabina. Y fue entonces cuando, con la poca energía que consagraba el Astro al pensamiento, empecé a pensar que el Milagro no tenía barreras, que era supremo. Todos los hombres, fueran quienes fueran e hicieran lo que hicieran estarían siempre bajo su merced invisible y jamás podrían escapar a la fuerza de ese fenomenal elemento, imposible de conocer pero tan cierto, el elemento que gobernaba las almas de los hombres y quizás en otros mundos las de otros seres perversos y románticos. Supe que todo ese tiempo en que yo creía haber vivido libremente, en mi casual y efímera existencia, no había hecho más que pasear de un lado a otro en el corralito que me había asignado el Milagro, y que había un afuera, que Alguien me había dejado entrever y que acaso yo estaba buscando. Y ahora que yo ya no era yo, y que mi existencia toda se desvanecía para mi misión, ahora que no era más que un instrumento para salvar a otros instrumentos y sus triviales grandes sueños, sabía que los demás fantasmas estarían a mi servicio, como los pequeños cómplices de su secreto redentor, abriéndole por lo bajo la puerta, revelándole en la oscuridad la filtrada clave. Supe que nadie más que el Milagro mismo con sus manos podría detenerme en mi inercia hacia el lugar señalado por la Constelación, pues todos los esclavos de Él serían también mis soldados, por unos pocos minutos.
Me resultó raro (luego al despertar) que el Astro le hubiera concedido a mi mente la comodidad de reposar, ya que durante un largo tiempo dormí en el tren, y dormí profundamente, con la cabeza apoyada sobre la ventanilla, luego de haber pensado sobre mi nueva y última condición en el Universo, y luego de que se sentara junto a mí un pasajero. Lo pensé cuando desperté, cuando los asientos estaban vacíos y dos multitudes se concentraban de espaldas a mí, en torno a la salida: el tren llegaba a Plaza Constitución. Y consideré también, aunque no me sorprendió, el hecho de despertar justo en el momento en que se detenía la máquina en la estación, como si hubiera estado marcado exactamente el tiempo de mi reposo, hasta el exacto momento en que debía empezar a caminar. Mi viaje estaba perfectamente organizado por la Constelación, allá, donde los astros se reúnen para deliberar sobre su República Universal. Me levanté plenamente lúcido, aunque como siempre, llevado por ese impulso y por el mapa que se mantenía intacto desde el momento en que lo había abandonado, al dormir. Bajé del tren y caminé por el andén con el mismo paso afiebrado e hipnótico de la multitud, yendo pesadamente al embudo, como hormigas. Cuando me tocó mostrar el boleto seguí caminando firme sin dejar de mirar al frente, con un paso sereno, ya esperando que no me llamaran la atención. Y así sucedió. Salí de la estación, y me recibió Buenos Aires. Su cielo me decía que aún no era mediodía, y decidí creerle, ya que no me importaba el retraso. Caminé sin mirar qué calle era la que tomaba. Caminé y caminé.
Creo que el mediodía llegó con su pie para aplastarme desde arriba, y la sed en un momento se hizo escuchar en mí. Sentí que ya tendría tiempo para tomar agua. Sentí que ése era el lugar. Entonces doblé en la primera esquina a la que llegué. Y luego volví a doblar, y lo repetí en diferentes sentidos innumerables veces, como trazando un redundante laberinto. El azar me dictaba simplemente el camino.
Cuando llegué a aquel otro edificio, comprendí todas las vueltas, todo el camino intermedio. Había llegado a la estación de Retiro. Y sentí otro impulso que me hizo entrar. Aún no sé por qué quise leer un diario, pero no lo hice, porque pese a mi serenidad la misión no podría esperar; si anochecía, yo fallaba. Hice lo mismo que en los anteriores pasos: me dirigí a la plataforma que llevaría al próximo tren; mucha gente ya estaba esperando en el andén; pasé la barrera sin vacilar y nadie me detuvo, y me quedé luego en el andén a esperar. Llegó el primero y bajó su población; subí y tomé asiento otra vez en la mitad de una cabina, junto a una ventanilla. En la espera poco pensé, y realmente no sé si pensé en algo, pues ya no era mi mente el comandante de mis acciones. Yo casi no era; mi existencia consistía en un puñado de polvo en movimiento. Arrancó la gigante máquina y arranqué yo. Pasaron algunas estaciones serenas en las que dormité saboreando el mausoleo. Pero luego llegó el boletero, y la que yo creía rutina. Pero no lo fue. Mi cabeza estaba apoyada contra la ventanilla y mis ojos cerrados; mi rostro casi inerte. Sabía que el boletero se había detenido junto a mí, pero esperé a que continuara su camino. Pasaron unos segundos, él dijo la palabra de siempre como para todo el mundo pero sólo para mí, y siguió el silencio y la espera. Pero no continuó con su marcha. Me miraba fijamente, yo lo sentía, y no me impacientaba, pues creía ciegamente en el Plan. Pero la sorpresa me tocó el hombro con fuerza y me hizo girar la cabeza, abrir los ojos, y hasta asustarme. Le vi por primera vez la cara al boletero (no era como yo lo imaginaba, por más que no fuera muy definida su imagen en mí); como en mi cabeza, me miraba fijamente, y con cierta agresividad, como impacientado, o como mirando a un criminal. Me exigió el boleto, y entonces fue cuando mi mente vio un castillo gigante de naipes que caía desde el cielo. No era yo quien se había asustado, no era mi espíritu, sino mi conciencia que se despertaba sobresaltada, en el momento que menos esperaba un asalto. Una comezón me cruzaba el pecho, y sentía mi garganta caliente, porque pensaba que la misión que hasta allí me había llevado, que me había despojado de toda pasión y casi todo recuerdo, que se había adueñado de mi vida y de mi muerte, quedaría ahora inconclusa por culpa de una circunstancia tan banal. Y a causa de ese pensamiento, que revelaba que mi conciencia sabía de qué se trataba todo esto, vino a mí el primitivo miedo a la perdición del mapa, la figura borrosa que arrastraba mis pasos. Mientras la mente volvía tomar el control de mí, me mantuve inmóvil y sorprendido. Luego, hablé. “No... tengo boleto” “La multa son tres pesos” me contestó con su cara impacientada. “No tengo plata” le dije atemorizado por el destino final de quien ni siquiera era yo. “Entonces se me baja en la próxima estación, ¿me entendió? Que no lo vuelva a agarrar sin boleto, porque le hago pagar la multa en serio. ¿Está claro?” Entonces el miedo se hizo para mi mente una horrorosa convicción: el Astro no existía. Era algo imposible de creer, por lo que demostraba que mi mente no sabía tanto al respecto todavía. “Sí, sí, está claro” dije en voz baja, porque al empezar a usar la conciencia, empezaba la noción de la vergüenza, y el temor era que fuera irreversiblemente. El boletero siguió su marcha, y yo me encogí de hombros y empecé a mirar por la ventanilla para disimular mi humillación y para evitar la mirada de los demás pasajeros. No tenía la menor idea de dónde estaba. Cuando el tren llegó a la estación, me levanté. Más fue por la desazón que por el deber, porque cuando vi a lo largo del pasillo, el boletero ni siquiera andaba cerca, pues no le importaba para nada el boleto, sólo la intimidación. Pero de todas formas me bajé, cada segundo más alienado, cada segundo más instintivo, cada segundo menos yo, y más instrumento del Astro que, sin que lo pudiera controlar, volvía a comandar mi cuerpo. Y comprendió mi mente mientras se marchaba que jamás había dejado de seguir el camino, y que el Astro manejaba todos los hilos en su favor: era esa estación a la que yo debía llegar. Pero se atemorizó mi mente de pensar demasiado y tomar la próxima bifurcación como una adivinanza consciente y no como debía ser. Al instante dejé de oír su voz. Cuando estuve en el andén, vi la boletería, y allá no quería ir. Entonces me di vuelta y crucé el andén.
Más allá de los bancos de espera vi un sendero que descendía hasta una calle empedrada, paralela a las vías. Detrás de esa calle, el campo y el cielo. Bajé hasta esa calle, y empecé a caminar por ella hacia la izquierda, hacia lo que yo creía el norte. Escuché del lado izquierdo el motor de una moto, y del lado derecho el canto de los pájaros lejanos, y me conmoví. Ahogué ese experimento tan agridulce y hermosamente animal con una tosca, torpe, humana risa. Rápidamente el Astro se llevó mis emociones por el sonido seco. Entonces ni siquiera sentí pena por ello. Seguí caminando sereno, obnubilado, hipnótico. No escuché nada más. Varios minutos siguió el camino junto a las vías, y yo junto al camino. Luego surgió una curva hacia la derecha, que segundos adelante unía a mi camino con una ruta pavimentada. Tomé esa ruta. Había un paisaje adelante, hacia donde mis ojos miraban, pero yo no lo veía, porque mis ojos ya no servían, al menos no en esa parte del camino. Ya había pasado suficiente tiempo como para que supiera que todo en mí tenía su función para el Plan. Caminé y caminé.
En un momento la sed era implacable, y el hambre todavía más. La sed me raspaba seca la garganta por el polvo respirado y el hambre rugía en las paredes del estómago. Los hombros me empezaron a arder un poco por el sol que aún no empezaba a declinar, pero era infinitesimal su molestia. El sol en sí era un gran obstáculo. El calor, la sed, la luz excesiva. Tenía el ceño acalambrado de tanto fruncirse por la luz del día. Pero todas esas cosas, que en vida me habrían pesado tanto y me habrían desesperado, no me molestaban en lo más mínimo, o sí me molestaban pero no me frenaban, la inercia no les prestaba atención más que la que le permitía la mínima sensación, existente sólo porque era necesaria para que yo pudiera ir hacia mi destino. Pronto la sed sería irresistible, pero hasta entonces yo podría caminar sin inconvenientes. Seguí andando con los estruendos en mi estómago y con la piedra en mi garganta. Encontré tirada en la ruta una botella de plástico vacía; lo consideré un acto si no de piedad, de comprensión. Junté la botella y me la llevé de su anterior destino eterno y efímero, para poder tomar agua si la encontrara después. Pero no usé mis ojos para buscar en el horizonte algún lugar, simplemente esperé a que el futuro me trajera los ríos y las montañas, todo según el Plan. Mi suerte ya no era suerte.
Y el Plan proveyó. La ruta dobló a la izquierda y no la seguí, seguí mi camino derecho. Dejó de ser mi ruta y pasó a ser un recuerdo perdido en vientos ya desde siempre ajenos. Seguí por un campo de yuyos y tierra, con pozos y lomas a lo largo y a lo ancho. ¿Dónde estaba yo? ¿Qué era ese lugar? Sólo en ese instante comprendí la inmensidad absoluta de la Pampa, de la Argentina, del mundo (que no era más extenso que la primera), lo inabarcable de ese infinito. No importaba dónde estuviera, era un rincón del mundo, el rincón que rondaba el portal, uno de los portales a la redundante salvación. Y yo me dejaba llevar por esa tierra inhóspita y (causa o consecuencia) libre. Pero el tiempo con cada maldición que pesaba sobre mi cuerpo se hacía más y más grande e inalcanzable. Los minutos nunca llegaban, los segundos pesaban como gotas de sol sobre los ojos. Luego de un tiempo imposible de reconocer, súbitamente mis talones se levantaron con fuerza y quedé en puntas de pie y abriendo los brazos, como atajándome ante un obstáculo inmediato. Entonces mis ojos se posaron delante de mí por primera vez para ver, y encontré el río que no esperaba, pero que sentía. Me agaché, y, posándome sobre mis rodillas, me estiré hasta el arroyo, y con mis manos junté unos sorbos de agua, que, a pesar de ser el elemento que saciaba mi sed, la multiplicó en forma de ansias y desesperación animal. Me tiré al agua y la bebí desde adentro. No era el sabor que le conocía, porque era más natural, más turbio y más puro, más agua. Mis tragos eran grandes y frenéticos; era como ahogarse por voluntad, una de las cosas más difíciles para un ser. Una vez satisfecho mi cuerpo, volvió a mí el Plan. ¿Dónde había quedado la botella? Estaba fuera del agua, la había soltado al caer al suelo. Salí del río, y el frío húmedo no me molestó. Tomé la botella, y, pese a que ya no tenía sed, la llené, con la misma oscura convicción que me traía desde el principio. Empecé a caminar en la dirección del arroyo, a la izquierda de mi llegada. Volví a alienarme. Como el arroyo casi no tenía corriente, y ésta era opuesta a mi camino, el agua no sería mi compañera, el arroyo lo sería.
El arroyo zigzagueaba por el campo, como una herida en la tierra, llena de sangre, que brotaba de algún tallo en lo alto y se desangraba por el tajo fluyendo sobre su piel de polvo y pastos, uniéndose y creciendo las venas abiertas hasta llegar al último extremo del cuerpo del herido y caer al eterno campo de sangre, rebalsándose cada día más, cada día menos, cada día más. Era la gran barrera que partía siempre al mundo en brazos quebrados, estériles sin su savia, la que separaba su piel y regaba su interior. Y junto a él andaba yo buscando mi muerte. Aún no lo sabía mi cabeza, pero como tantas veces atrás, lo sentía.
Y, aunque había ya empezado a hipnotizarme, esta vez mis ojos vieron más allá del aire que golpeaba mi cara, pero no fue casualidad. El Sol mismo me dio la señal, reflejando su luz en aquella figura erguida, para que yo me detuviera a verla. Me tiré otra vez al agua y crucé el arroyo, dirigiéndome a aquel (ahora podía verlo bien) bloque gris, alto y rectangular desde allá. Mientras caminaba me debatía si lo estaba haciendo a conciencia o si me estaba dejando llevar, entonces comprendió el Astro que debía inyectarme más hipnotismo. Cuando llegué descubrí que era un prisma de piedra pulida, algo más alto que yo, y supuse que era una especie de placa, de homenaje. Busqué en sus caras alguna escritura, y la encontré en el lado opuesto al arroyo. Así quedaba yo, enfrentando esa pared, y detrás el desierto desconocido, sin tiempo y sin nombre para mí, detrás el infinito. Leí la placa que me miraba cara a cara:

EN LA MEMORIA DE ARIUTS ULRSTUGT SNOBSNAO, CUYO LEGADO SE CIERNE SOBRE LA VERDAD DE LOS HOMBRES Y SIGUE NEGADO POR ELLOS, CUYA VIDA SE PERDIÓ EN EL PASADO Y CUYA MUERTE HA CAÍDO EN LA INDIFERENCIA. PERO SU GLORIA ES INFINITA.

La sensación me hacía hermano de la piedra, me hacía padre, me hacía infinitamente hijo anónimo. Mi garganta se cerró bruscamente, mi pecho ardía, mi estómago también, mi cara hervía, mis ojos se secaban muy abiertos. Pero no era pudor lo que sentía, no era miedo, no era pánico, ni paranoia, era ausencia, ausencia eterna, insondable, casi imposible. Lágrimas empezaron a caer de esos ojos recién secos, pero aún faltaría para el quiebre de mi cuerpo, que seguía erizado, que seguía buscando un alma que no estaba. Miraba las palabras, el nombre, el arroyo atrás, y el desierto. Muchas lágrimas eran. Fue cuando todo se quebró en mí y lloré. Lloré y lloré.
Me agaché bajo la sombra de mi mausoleo, con mis manos apoyadas en mis rodillas, cerré los ojos fuertemente, y sollocé, hasta los gritos agónicos. Me limpié con la mano derecha la cara, sacándome esos hilos que dividían mi piel en partes estériles sin su savia, y lloré más. Me apoyé con esa mano en mi memoria de piedra, erguida por mi hijo, mi hermano, mi eternamente anónimo padre. Miraba el empapado interior de mis párpados, masticaba el sudor y tocaba el agua todavía fresca que me pegaba la ropa a la piel, y no sentía nada de eso. ¿Por dónde andaba ya? ¿Acaso me estaba despidiendo? Me erguí de pronto, respirando hondamente y abriendo los ojos con la vista obstruida por la ausencia. Me limpié otra vez con la mano. Y volví a mirar la piedra. Pero me llamó la atención un punto situado a la altura de mi pecho, a la derecha del rectángulo. Era un pedacito de superficie que tenía color celeste brillante, resaltando sobre la piedra gris. Era un color vivo, pero también, aunque liso, como dinámico. Me agaché para verlo de cerca y el color celeste se movió. Pero luego descubrí una pequeña mancha en él; una mancha muy leve, blanca, como de algodón fino. Me levanté rápidamente, y exaltado. ¿Qué había sido? ¿Era mi mano, eran mis lágrimas en ella, o era el agua del arroyo? Miré mi mano izquierda, con la botella con el agua del futuro, el agua del presente. Empecé a arrojar el agua de la botella sobre la cara del bloque, la tiré por todas partes, mientras la superficie adquiría colores distorsionados. Terminé de cubrir la superficie con agua, se acabó el contenido de la botella, cayó la última gota de la piedra que me enfrentaba, y descubrí aquel Milagroso espejo. Me vi mirándome fríamente, aún sin acabar de comprender todos los sentidos del Milagro. Y vi detrás de mí aquel campo, nunca tan ajeno, tan propio, tan ajeno. Pero en mi mano izquierda no tenía una botella, tenía un revólver. Me pregunté quién había construido el mausoleo. Me contesté que había sido mi sucesor. Me pregunté de quién era el mausoleo que yo había erguido. Me contesté que era de mi antecesor. Me pregunté si serviría de algo al fin todo esto. Me contesté que estábamos salvando a la humanidad. Aunque fuera un círculo cerrado que esquivara la intervención de todos los demás individuos, aunque fuera a simple vista un ritual de sacrificio por la piedad de los dioses, el sacrificio era por la piedad de los hombres, era la constante búsqueda de la salvación del mundo entero, generación por generación, el padre crea a su hijo que crea a su hijo que crea a su hijo, todos hermanos. Ése es el sentido, pues nuestro sacrificio no será finalmente vano, pues algún día los hombres y las mujeres del mundo gritarán nuestros gritos, crearán nuestra obra, algún día un hermano nuestro no nos hará ningún mausoleo, y ese día el ritual acabará para siempre, y el Milagro se desvanecerá en la sombra de la pirámide, el último mausoleo, el mausoleo del Astro. Mi reflejo sobre la piedra levantó el revólver y se disparó en la sien izquierda.
El Milagro me dijo que mi nombre ya no era Ernesto Guevara, que ahora volvía a ser parte de aquel héroe espíritu anónimo (que en mi sueño se llamó Ariuts Ulrstugt Snobsnao), postergado escritor de la Historia.

sábado, octubre 23, 2004

Un oso rojo

Análisis del punto de vista en un fragmento de un “Oso Rojo”.

El fragmento analizado, es posterior a la escena que muestra como el “Oso” se instala en la pensión y que es el inicio de las repercusiones que dicha acción tiene en la casa de su ex mujer .

La unión de una escena a otra está dada por la utilización de la voz en off de Alicia, la hija del “Oso”. Es a través de su voz que ingresamos en la conversación que mantienen Sergio y Natalia, introduciéndonos menos bruscamente con lo que provoca la vuelta del “Oso”a la vida de su ex mujer y su hija.

Caetano nos ubica espacialmente (entiéndase que decir que nos ubica es sólo una formalidad), ya que sólo vemos a Alicia leyendo, por lo que podemos deducir que estamos en su casa , pero sin saberlo a ciencia cierta .

Tal vez lo remarcado anteriormente carezca de importancia, pero la adquiere si tenemos en cuenta que después pasamos a un plano cerrado, en el que podemos observar como Sergio y Natalia discuten en voz baja sobre la aparición del “Oso” en sus vidas.

La tensión se genera por la unión de dichos planos, dado que falta una mirada que permita una visión totalizadora de las dos acciones que se están llevando a cabo en un mismo espacio, aunque el realizador proporciona la información suficiente para que dichas acciones sean fácil de interpretar para el espectador.

Se siente la necesidad de determinar con exactitud por parte del mismo, sí la distancia que separa a los personajes corresponde a la que se ha forma en su cabeza. La intriga, que nos asechaba en los planos anteriores, se disipa al mostrarnos la posición que había entre ellos. Y nos enteramos que los personajes están en un mismo espacio, aunque estén en diferentes ambientes y nos damos cuenta de que no hay ninguna barrera material que amortigüe la conversación.

Si no fuera porque Alicia esta de espalda a ellos, no podríamos asegurar que no logra captar algo de lo que dicen. A su vez , ese detalle, da cuenta de cierta soltura gestual por parte de los personajes, que expresan más que sus propias palabras.

Pero, si nos centramos en la conversación que mantiene la pareja, hay una cierta cadencia de la acción, ya que los personajes siguen en sus actividades y casi no se miran a no ser que quieran defender su posición o afirmar algo. Obviamente esto tiene una vinculación con el emplazamiento de la cámara que realiza Caetano y que transforma al espectador en una especie de testigo que está viendo una parte íntima de los personajes, y que a su vez actúan como tratando de mantener las apariencias para no llamar la atención de su hija, la única capaz de escuchar, de ver o ser vista por parte de la pareja.
Sin embargo, es muy importante señalar, la altura de la cámara y la quietud de la misma ; sí analizamos en profundidad, intuimos que la mirada que observa a la pareja no puede ser la de la hija, que a su vez es la única que podría ser vista y a la que se le quiere ocultar lo dicho ; por lo tanto podemos suponer que aquella mirada pertenece al espectador, que aumenta la tensión ya que sabe que ve y escucha lo que el otro personaje no puede ni ver ni escuchar. La quietud de la cámara (salvo por leves movimientos casi imperceptibles), produce la sensación de que lo que allí sucede es crucial para las acciones que devendrán.
///...2 - Análisis del punto de vista en un fragmento de un “Oso Rojo”.

Para salir del plano anterior, el director decide mostrar un plano de Alicia leyendo en el comedor, que está próximo a la cocina . Aquí también el realizador nos propone un juego con la mirada que será prontamente resuelto por el espectador, y es el siguiente: nos muestra a Alicia de espaldas , con la cámara a una altura que podría corresponder a la madre, que es la persona que se dirige a ella en voz en off. Esta aparente concordancia entre la pertenencia de la mirada y la voz no nos permite asegurar si seguimos en rol de testigo o sí vemos lo que la madre ve. Pero esta duda, se mantiene poco tiempo, ya que al salir Alicia del cuadro la cámara se mantiene en el mismo lugar y la posterior entrada de la madre a cuadro, no deja ningún cabo sin ajustar en la cabeza del espectador.

Posteriormente, asistimos nuevamente a una conversación entre Sergio y Natalia, sentados en la mesa, que antes fuera ocupada por Alicia. Durante la misma, se observa que a pesar de estar ensimismados en sus cosas, (él leyendo el diario y ella cebando mate), hay un raccord de miradas que nos lleva de un personaje a otro. La importancia de estos planos se ve reforzada por el hecho de que ningún momento vemos la mesa, en la que se encuentran los elementos dramáticos Este plano tendrá fundamental importancia durante la conversación entre Alicia y Sergio.

Con el regreso de Alicia al cuadro, el realizador hace un emplazamiento de cámara sobre los objetos que depositan los personajes en la mesa, y esta vez sí tienen interés para el que mira, ya que por ejemplo las tapitas con las juega Alicia no adquieren significado; hasta el momento en que Sergio se interesa en lo que ella hace.

Pero antes de referirnos a ese punto, debemos resaltar algunos emplazamientos como el que desde arriba de la cabeza de Sergio la cámara sigue el movimiento de Alicia por medio de un paneo que casualmente no la muestra a ella sino a Sergio, aunque la referencia sonora de los pasos de la chica nos indica su desplazamiento.

De pronto, el juego que realiza Alicia, cobra importancia, a pesar de todavía no se sabe porque. Caetano, concentra nuestro interés en las tapitas que tiene ella, pero luego nos percatamos que dicha focalización sobre el objeto, manifiesta la intención de Sergio de saber lo que Alicia hace. Esta, le comenta que el juego se basa en un problema planteado por una compañera y que ella no puede resolver . Es entonces que Sergio interviene, intentando hallar una solución al problema. El realizador intercala entre los planos y contraplanos de ellos, unos planos de situación que nos remiten a la presencia de un personaje ausente. Pero lo más importante de dicho emplazamiento es que revaloriza la aptitud de los personajes en detrimento de la acción por ellos realizada.

Es en este momento clave, en el que Sergio se dispone a intervenir en solución del problema planteado por Alicia; la cámara se sitúa distante del lugar donde se desarrolla la acción, por lo que deducimos que Sergio no va poder encontrar una solución y que además, el realizador ni siquiera intenta hacerle creer al espectador que tal vez sí lo logre.

Después de la salida de Sergio de la casa, vemos como madre e hija hacen los preparativos previos antes de irse para la escuela. La cámara toma las acciones de ambas por separado y a una altura correspondiente a la de los personajes, es entonces que Natalia descubre que su hija lleva en la mochila el peluche que le había regalado el
///...3 - Análisis del punto de vista en un fragmento de un “Oso Rojo”.

“Oso”. Nuevamente la cámara muestra a ambas por separado, pero en este caso, las distintas alturas poseen una significación en la que se pone en juego el nivel de jerarquía de los personajes.

A través de una música, en apariencia accidental, se lo introduce al “Oso” ,
aproximándose en auto, a la casa de su ex mujer. Esto nos permite inferir que la música proviene del auto dándole a la misma una procedencia. La mirada, desde adentro del auto, no parece pertenecer al “Oso” sino alguien que se encuentra próximo a éste. La acción de Sergio, cruzando la calle, mostrado a través de una posición de cámara sobre el eje de acción, facilitará el cruce entre Sergio y el “Oso”. En este enfrentamiento, el ruido del motor del auto gana en sonorización, ubicándonos fuera del auto, y además nos permite ver como el “Oso” sigue a través del espejo retrovisor los movimientos de Sergio.

Posteriormente, observamos la reacción primero de su ex mujer al verlo y luego la de su hija, ambas percibidas desde la posición del “Oso”. Este, ofrece alcanzarlas hasta el colegio, sin dejar lugar a una negativa. Al estar los tres dentro del auto, ya no hay música como la vez anterior, sólo se escucha el ruido ambiente, que funciona como elemento dramático ya que enfatiza la incomodidad de los tres personajes, que se encuentran ubicados de manera tal que forman un triangulo; dicha forma puede ser considerada como simbólica debido que remarca el único punto de interés que los une: su hija.

Al despedirse, Alicia no entra en campo y sólo podemos posicionarla por medio de la mirada de “Oso” . Posteriormente, Natalia acepta el ofrecimiento para acercarla a su trabajo. En este caso, el director no tiene interés por remarcar la atmósfera que rodea a los personajes , ya que lo hizo anteriormente; y es por dicho motivo que resuelve el tramo entre el colegio hasta el trabajo con un plano, en el que la cámara se encuentra a una gran distancia en relación al auto, que parece pasar velozmente. Durante el corto diálogo que mantienen el “Oso” y su ex mujer, se observa que la cámara se queda siempre con éste y no le devuelve la mirada a su mujer, la que a pesar de no ver sabemos que le contesta.

Finalmente, Natalia entra en la casa en donde ella trabaja y se ubica enfrente de un espejo y se desata el pelo, recordándonos su imagen juvenil, de la época en que estaba con el ”Oso”.

En conclusión, Caetano no se conforma con sólo mostrar, sino que le otorga al espectador la oportunidad de juzgar con total libertad, como también le propone ciertos juegos para resolver. Todo esto, se conjuga para que este fragmento sea más que interesante.









///...4 - Análisis del punto de vista en un fragmento de un “Oso Rojo”.



BIBLIOGRAFIA


El punto de vista – Jost – Gaudarault
Como analizar un film – Casetti, Francesco y Di Chio, Federico







Roma

Parece mentira, que hoy en día, que cuando se habla de cine nacional los primeros nombres que surgen son los de Burman o Martel, sólo para nombrar algunos de los jóvenes realizadores más destacados de los últimos años, haya que hablar de un “viejito” del cine argentino. Se trata de Rodolfo Aristarain, quien siempre nos ofreció una buena alternativa frente a un cine que se caracteriza por la falta de dedicación a los guiones, una estructura fundamental para poder hacer un cine creíble y consistente” (Campanella, J.J.- Revista Nueva- pág.9) y por actuaciones demasiado teatrales.
Aristarain, en anteriores producciones como “Martín (H)” y “Un lugar en el mundo”, ha tomado como tema central el amor filial, reflejado en la relación del cineasta y su hijo en la primera y en la lucha que padre e hijo llevaban para evitar la estafa de una gran compañía, en la segunda. Ambas retrataban el valor de la amistad, la influencia de la política en la vida nacional y la difícil etapa en la que un joven debe decidir su camino aún en contraposición de los planes de sus padres.
Cuando un artista, se arriesga a exponer temas tan profundos y en forma tan cercana a sus verdaderos sentimientos y hechos de vida, puede caer en sentimentalismo o la vulgaridad, pero Aristarain sortea con éxito este desafío.

Roma, es la imagen sencilla y poderosa de la madre del protagonista, que recorre toda la historia. Es a la vez, el homenaje del hombre a una mujer fuerte, cuyo ejemplo signó toda su vida.
Este film, que es su última realización, merece ser caratulado como su obra más completa, en la que narra dos décadas de la historia del país desde una clave personal, centrada en el vínculo entre una madre y su hijo.
El realizador reconoció que "Roma" incluye elementos autobiográficos, aunque no claramente distinguibles y en la misma los temas recurrentes en su filmografía.
Tampoco es casualidad que en el reparto aparezcan Juan Diego Botto y José Sacristán, que ya han participado anteriormente en sus obras, y como si hiciera falta algo más, Aristarain engalana esta película con la actuación de Susú Pecoraro y una fluidez narrativa que hace que las dos horas y media de duración parezcan poco.
Creador del guión junto con su esposa Kathy Saavedra y el cineasta español Mario Camus, el director hace un buen manejo de la información, no dejando nada librado al azar y obligando al espectador a estar atento continuamente de la estructura circular que presenta esta película. Esto es lo que hace y de una manera más que notable.
El guión de Roma, respeta en su estructura, una división basada en las distintas etapas de vida del protagonista, un escritor argentino, Joaquín Góñez, emigrado a España a fines de los 60, que logra concretar su deseo de destacarse como escritor y que llega a una madurez, en la que decide trabajar sobre su autobiografía, lo que brinda la excusa para dar este recorrido vivencial.
Esta relación circular, está presente no sólo como estructura narrativa, sino también como vínculo de unión entre nuestro protagonista -escritor y su ayudante, que no es ni más ni menos que un narrador encubierto.
Aristarain elige para trasladarnos al pasado del escritor, un encadenado fundido sobre el monitor de la computadora, en la que se puede ver escrito el nombre de una ciudad, una fecha y el reflejo del rostro del joven ayudante, como símbolo de esa juventud pasada. Este corte nos da la impresión de que en realidad estamos viendo la proyección mental del personaje de Diego Botto y no un recuerdo.
Podemos interpretar que el escritor a través de esta revisión de su vida, en la que muestra su infancia (signada por estrechez económica que siguió a la prematura muerte de su padre), su juventud (época signada por una existencia bohemia, en la que explora las relaciones de amistad y de pareja) y la adultez que le deja una relación fracasada de pareja y dos hijas, con las que no mantiene relación.
En esta etapa, anterior a la vejez, el escritor busca el interés y el deseo perdido, ya que si bien no es un hombre cínico, ni desencantado siente que ha vivido y visto todo.
A medida que la acción se desarrolla crece la relación entre el escritor y Manuel el joven estudiante de periodismo al que la compañía editorial envía para ayudarlo.
A la historia se suma la simpleza de la puesta en escena, resultante de su admiración confesa por los grandes clásicos del cine americano, que busca lo natural, induciendo a pensar que no existen cámaras, planos, iluminación o montaje. Tomemos como ejemplo, la simpleza en la presentación de la corriente de un río, visión acompañada del sonido natural del mismo solamente, orientando la atención hacia un elemento simbólico fundamental de la película, otorgándole una relevancia que va cobrando peso a lo largo de la misma, para simbolizar el paso de la vida.
Haciendo propias las palabras del realizador podemos sintetizar en que "La película arranca tratando de ser la historia de la vida de un tipo y termina siendo la crónica de un recorrido con una presencia muy fuerte de la madre del protagonista, una mujer que por puro sentido común llega a una actitud muy liberal respecto de todo lo que tiene que ver con el desarrollo de la vida de ese hijo"

Una vez más, podemos comprobar que Aristarain es un director que se atreve a mostrar sus sentimientos y exponer sus recuerdos en una forma clara, sencilla, sin caer en sentimentalismos o golpes bajos.





REFERENCIAS
· Bordwell, David y Thompson, Kristin (1995) – El arte cinematográfico – Barcelona – Editorial Paidos – capítulo 10 – Apéndice: Escribir el análisis crítico de una película
· Vinelli, Anibal M. (16/04/04) – Clarín – Página Espectáculos
· Campanella, Juan José – Entrevista en Revista Nueva (25/04/04)
· Lingenti, Alejandro – Revista El Amante (17/04/04)





Parece mentira, que hoy en día, que cuando se habla de cine nacional los primeros nombres que surgen son los de Burman o Martel, sólo para nombrar algunos de los jóvenes realizadores más destacados de los últimos años, haya que hablar de un “viejito” del cine argentino. Se trata de Rodolfo Aristarain, quien siempre nos ofreció una buena alternativa frente a un cine que se caracteriza por la falta de dedicación a los guiones, una estructura fundamental para poder hacer un cine creíble y consistente” (Campanella, J.J.- Revista Nueva- pág.9) y por actuaciones demasiado teatrales.
Aristarain, en anteriores producciones como “Martín (H)” y “Un lugar en el mundo”, ha tomado como tema central el amor filial, reflejado en la relación del cineasta y su hijo en la primera y en la lucha que padre e hijo llevaban para evitar la estafa de una gran compañía, en la segunda. Ambas retrataban el valor de la amistad, la influencia de la política en la vida nacional y la difícil etapa en la que un joven debe decidir su camino aún en contraposición de los planes de sus padres.
Cuando un artista, se arriesga a exponer temas tan profundos y en forma tan cercana a sus verdaderos sentimientos y hechos de vida, puede caer en sentimentalismo o la vulgaridad, pero Aristarain sortea con éxito este desafío.

Roma, es la imagen sencilla y poderosa de la madre del protagonista, que recorre toda la historia. Es a la vez, el homenaje del hombre a una mujer fuerte, cuyo ejemplo signó toda su vida.
Este film, que es su última realización, merece ser caratulado como su obra más completa, en la que narra dos décadas de la historia del país desde una clave personal, centrada en el vínculo entre una madre y su hijo.
El realizador reconoció que "Roma" incluye elementos autobiográficos, aunque no claramente distinguibles y en la misma los temas recurrentes en su filmografía.
Tampoco es casualidad que en el reparto aparezcan Juan Diego Botto y José Sacristán, que ya han participado anteriormente en sus obras, y como si hiciera falta algo más, Aristarain engalana esta película con la actuación de Susú Pecoraro y una fluidez narrativa que hace que las dos horas y media de duración parezcan poco.
Creador del guión junto con su esposa Kathy Saavedra y el cineasta español Mario Camus, el director hace un buen manejo de la información, no dejando nada librado al azar y obligando al espectador a estar atento continuamente de la estructura circular que presenta esta película. Esto es lo que hace y de una manera más que notable.
El guión de Roma, respeta en su estructura, una división basada en las distintas etapas de vida del protagonista, un escritor argentino, Joaquín Góñez, emigrado a España a fines de los 60, que logra concretar su deseo de destacarse como escritor y que llega a una madurez, en la que decide trabajar sobre su autobiografía, lo que brinda la excusa para dar este recorrido vivencial.
Esta relación circular, está presente no sólo como estructura narrativa, sino también como vínculo de unión entre nuestro protagonista -escritor y su ayudante, que no es ni más ni menos que un narrador encubierto.
Aristarain elige para trasladarnos al pasado del escritor, un encadenado fundido sobre el monitor de la computadora, en la que se puede ver escrito el nombre de una ciudad, una fecha y el reflejo del rostro del joven ayudante, como símbolo de esa juventud pasada. Este corte nos da la impresión de que en realidad estamos viendo la proyección mental del personaje de Diego Botto y no un recuerdo.
Podemos interpretar que el escritor a través de esta revisión de su vida, en la que muestra su infancia (signada por estrechez económica que siguió a la prematura muerte de su padre), su juventud (época signada por una existencia bohemia, en la que explora las relaciones de amistad y de pareja) y la adultez que le deja una relación fracasada de pareja y dos hijas, con las que no mantiene relación.
En esta etapa, anterior a la vejez, el escritor busca el interés y el deseo perdido, ya que si bien no es un hombre cínico, ni desencantado siente que ha vivido y visto todo.
A medida que la acción se desarrolla crece la relación entre el escritor y Manuel el joven estudiante de periodismo al que la compañía editorial envía para ayudarlo.
A la historia se suma la simpleza de la puesta en escena, resultante de su admiración confesa por los grandes clásicos del cine americano, que busca lo natural, induciendo a pensar que no existen cámaras, planos, iluminación o montaje. Tomemos como ejemplo, la simpleza en la presentación de la corriente de un río, visión acompañada del sonido natural del mismo solamente, orientando la atención hacia un elemento simbólico fundamental de la película, otorgándole una relevancia que va cobrando peso a lo largo de la misma, para simbolizar el paso de la vida.
Haciendo propias las palabras del realizador podemos sintetizar en que "La película arranca tratando de ser la historia de la vida de un tipo y termina siendo la crónica de un recorrido con una presencia muy fuerte de la madre del protagonista, una mujer que por puro sentido común llega a una actitud muy liberal respecto de todo lo que tiene que ver con el desarrollo de la vida de ese hijo"

Una vez más, podemos comprobar que Aristarain es un director que se atreve a mostrar sus sentimientos y exponer sus recuerdos en una forma clara, sencilla, sin caer en sentimentalismos o golpes bajos.





REFERENCIAS
· Bordwell, David y Thompson, Kristin (1995) – El arte cinematográfico – Barcelona – Editorial Paidos – capítulo 10 – Apéndice: Escribir el análisis crítico de una película
· Vinelli, Anibal M. (16/04/04) – Clarín – Página Espectáculos
· Campanella, Juan José – Entrevista en Revista Nueva (25/04/04)
· Lingenti, Alejandro – Revista El Amante (17/04/04)







Analisis de un fragmento de "Un oso rojo"

Puesta en forma


Análisis fragmento de “Un Oso Rojo”:

La escena elegida, es en la que el “Oso” sigue al actual marido de su ex mujer (Sergio). Este se dirige hacia un bar, en el que se realizan apuestas ilegales. El “Oso”, al descubrir que Sergio malgastaba el dinero que tendría que estar destinado al bienestar de su hija, lo increpa y lo amenaza con matarlo si alguna vez, por culpa suya, Alicia no llega a recibir lo que necesita.

Cabe señalar, que dicha escena, es precedida por una en la que se observa a través de un montaje paralelo, lo que esta pasando en la casa de su ex mujer y con él en su trabajo. Lo interesante de esta escena, es que el plano sonoro predominante, es el diálogo entre madre e hija en ambos lugares en que las diferentes acciones se desarrollan.

También, es importante precisar que es seguida por la escena en la que el “Oso” y su hija van a una plaza y éste es interrogado por unos oficiales de la Policía, delante de Alicia.

La escena seleccionada se inicia con un fundido negro de apertura, justificado, no sólo para marcar el paso del tiempo, el que sin ninguna duda se podría haber entendido sin necesidad de dicho recurso, ya que en el plano anterior era de noche y este nuevo plano nos sitúa en las primeras horas de la mañana. Sino porque además, a mí parecer, intenta destacar un cambio en la sicología del personaje. Recordemos que en la escena anterior, éste se encontraba meditativo y preocupado por su hija; y esto se logra entender, gracias al montaje paralelo entre planos en que se ven a su ex mujer contándole un cuento a su hija con otros planos alternados de él en su trabajo.

Como se ha mencionado el plano sonoro que el director destaca es el de la madre, relegando o mejor dicho anulando la sonorización en lo planos en el que se ve al personaje principal. Lo expuesto nos permite afirmar ese cambio en el aspecto psicológico del personaje, que ya sólo le interesa el bienestar de su familia y sobre todo el de Alicia, sin importarle ya si él tendrá cabida o no en sus vidas. Es por esto que el “Oso” decide ayudar a Sergio, y sacarlo del juego, camino que ha decidido emprender luego de perder su trabajo.

Por eso, Caetano juega con los mismos elementos que interactúan con el personaje en los distintas escenas, utilizándolos como objetos que enfatizan el animo del personaje en cada escena. Esto puede observarse en la escena anterior, en la que el director hace uso del sub encuadre que le proporciona el parabrisas del auto para resaltar la preocupación que el personaje principal siente y la soledad que padece.

Para hacer paso a la siguiente escena el realizador hace un travelling descendente, al igual al que hizo al empezar la escena anterior, recurso utilizado para ubicar al espectador de a poco dentro de la escena .

La composición de los planos en la escena a analizar, nos facilita la relación espacial que existe entre los personajes (entiéndase distancia entre uno y otro), como también ayuda a imprimir en la mente del espectador esa sensación de que esta viendo algo sin ser visto. Esto se debe, a que la cámara emita el punto de vista del “Oso”.

Los planos iniciales, dan cuenta que el protagonista conoce los movimientos tanto de Sergio como de su familia, debido a que la posición del “Oso” no es para nada azarosa y reafirma sus intenciones.

El realizador espera que Sergio pase por el borde de la pantalla, que está delimitada por el marco de la ventana del auto. Luego por corte directo, pasa a un contraplano, del que devendrá un plano general en el que la distancia marcada con anterioridad se esfuma, y ahora el espectador se ve enfrentado con una distancia entre personajes relativamente corta.

El plano general, tiene como finalidad seguir a Sergio para luego dejarlo ir ; mientras el “Oso” enciende el motor del auto en off. El sonido off, como el encuadre vacío con la salida de Sergio, genera una tensión en el espectador, producto del paso del tiempo y de la necesidad de Caetano de remarcara la acción del personaje que espera . Pero el campo vacío, generado por la salida del “Oso”, se justifica por esa sensación que el director crea en el espectador, de ser un perseguidor que va detrás de un sujeto que no tiene posibilidad de percatarse de dicha acción.

Cuando Sergio llega al bar, aparece en primer plano, dejando en un segundo plano muy distante a el “Oso”; este emplazamiento de cámara realza la figura del “Oso”, ya que el espectador se centra más en aquello que tarda en descubrir que lo que la cámara muestra a primera instancia. El aspecto compositivo en este encuadre cobra vital importancia debido a que la cercanía de la cámara con respecto al sujeto a primer plano y la gran profundidad de campo construyen la mirada. Le sigue un contraplano de la mirada del “Oso”, en que el plano sonoro corresponde a su punto de escucha ; y es por dicho motivo que el off del motor del micro disimula la conversación que mantiene Sergio con uno de los muchachos en la puerta del bar (1). Al partir el micro, se llega a captar algo de la conversación, pero lo que se puede escuchar, no tiene importancia en el posterior desarrollo de la acción.

La entrada del Oso al bar, se muestra con un plano general y movimiento diagonal del personaje, acompañada de la voz de Sergio en off. Una panorámica sigue al Oso para luego abandonarlo y centrarse en la conversación de Sergio con Miguel (empleado de Quique, el apostador ilegal)

En lo referente a la composición, se puede observar que Caetano, ubica a los personajes que dialogan en los puntos fuertes de la imagen, teniendo en cuenta la regla de los 3/3. Y además, esto se profundiza debido a que corta de manera similar, la imagen de los personajes en los hombros.


Luego, gracias a que el empleado se dirige a atender al Oso, se abre el campo, mediante un plano de situación, que ubica a Sergio y al Oso, en primero y segundo plano respectivamente.

Es interesante también, ver como el realizador, aprovecha la mirada nerviosa de Sergio, para provocar tensión en el espectador, ya que al fondo y fuera de foco se encuentra Quique, que luego podrá ser captado por la imagen con claridad.

En el siguiente diálogo, que mantienen Miguel y Sergio, vemos como el primero al ser increpado, le responde rápidamente y sin mirarlo.

Miguel en este caso, también construye un fuera de campo mirando en dirección a Quique. Este plano termina con un movimiento enérgico de Sergio, yendo hacia su encuentro. La cámara ahora va a estar puesta en diagonal, mirando al Oso, pero pronto será tapada por el cuerpo de Sergio que se dirige a hablar con Quique.

El diálogo entre Quique y Sergio, es mostrado mediante planos y contraplanos de ambos, cuyas miradas se dirigen al borde de la cámara, donde supuestamente está el otro personaje

Es fundamental la parte en la que Sergio menciona que necesita apostar para mantener a su familia, y menciona a Alicia, debido a que en ese momento, el Director corta y devuelve un contraplano a la mirada del Oso.

Se vuelve a repetir la salida de Sergio a través de un plano cenital, seguido segundos después por el Oso. Casi al final de la escena, se produce un cambio de posición en los personajes, justificada por el ataque del Oso a Sergio.

La escena seleccionada, a mi entender, una de las más importantes, ya que refleja los cambios psicológicos de los personajes, mediante una planificación y puesta en escena técnicamente muy interesante.




(1) Conceptos y términos extraídos de La Audiovisión Michael Chion-fragmento del libro dado por la cátedra de Realización Audiovisual I y Diccionario de Cine E. Russo)








BIBLIOGRAFÍA:

- Diccionario de Cine –Russo, Eduardo A. - Editorial Piados

- Producción significante y puesta en escena – Bettetini, Gianfranco- Editoria Gustavo Gili, S.A.

- La mirada cercana – Microanálisis fílmico – Zunzunegui, Santos – Editorial Piados

- Como analizar un film – Casetti F. - Dichio F. – Editorial Paidós