domingo, diciembre 12, 2004

Tramposa, tramposa de Ernesto Alaimo

TRAMPOSA, TRAMPOSA

Debiste verlo. Me quedé paralizado. Cuando apareció por la puerta, a juzgar por su cara parecía que se había recuperado del momento reciente, pero cuando me pidió que le ayudara con el cofre... Algo en mí quiso tocarla; otra parte intentaría quemarla o de alguna forma destruirla. Fui a otro círculo para dejarlo saborear unos minutos las lágrimas y sacar las amargas conclusiones de siempre; para mí el caso estaba terminado. Abrazarla, desesperadamente cuidadoso abrazarla, derrota pero creación, abrazarla pero llorando por lo que sólo ahora, al aparecer, era algo perdido. Y la arena también lo miraba en silencio, pero su existencia callada y burlona era la mayor de las risas, ¿de quién?, quizás de la tentación que sabe la fatalidad y el caos, del final que le mostraba así la trampa. Podía ser una burla, una muy fina, muy despiadada burla preparada de antemano con demasiado detallismo. Pura arena, debiste verlo, tenía la cara petrificada con los ojos clavados en ella. Pero en mi amargura era sólo la última comprobación de que todo había sido cierto y de que al fin, con el tiempo quizás la arena se convirtiera en el tesoro. Un instante, un flujo, un movimiento, como todo, pero en ese instante yo miré su cara y vi miedo, una vacilación del último paso, o del primero, pero no estaban en ese momento ahí; yo vi ese gesto en su rostro en ese momento, pero en él no estuvo sino hasta después, pasado un tiempo (¿pero cuánto tiempo?).
Y pensar que todo había empezado en ese viaje que nos prometía un lugar paradisíaco, quince días de placer, sol y arena, también arena.
Dejó caer las herramientas, sudando más que nunca, clavados sus ojos donde los míos, y acercó sus manos a la tapa que no tenía cerrojos ni cadenas, que estaba esperando. Recuerdo el camarote que nos tocó, el número 12, al fondo del pasillo; tan hermoso era estar juntos en esa cama, el piso alfombrado, una ventanilla redonda, todo tan como lo había soñado. Escuché su voz, la frase como si la estuviera diciendo en ese momento, pero yo sabía que en realidad la había dicho antes, que ahora no estaba moviendo los labios, que eso en realidad era un recuerdo que reverberaba en el presente, él quieto, callado y preguntando ¿quién mierda voy a ser cuando despierte? frente al cofre pero no lo estaba diciendo, lo había dicho mucho antes y era como si yo recién hubiera llegado a la escena, desde ese pasado lejano, oyendo aún la reverberación de algo que ya era muy vago. Toda la estancia en el barco fue en realidad plácida, si nada nos preocupaba y aún no me habían infundido esa torpe ansiedad (no, no torpe ansiedad; torpe yo). Entonces se detuvo y contempló el regalo y también su obra, obra de quién, regalo de quién, sueño de quién.
La primera noche nos quedamos en nuestra habitación, era la emoción reservada sólo para los dos, lo nuevo, la excitación de estar juntos y yendo, estando en un paraíso. Así se fue abriendo uno de los lados hundidos del rombo, desde la altura de su pecho hacia abajo, dejando que se viera bien el cofre, que parecía que por fin estaba en el mundo y no en su cabeza, para que no se le perdiera ninguna parte, hasta el piso que lo sostenía, elevado un metro. Me desperté pasado ya el mediodía creo, ella saboreaba lentamente el desayuno americano sobre un carrito junto a la pequeña ventana. Con fuerza descargaba los golpes, como si tuviera una fuente ilimitada de energías, pero a la vez tenía la paciencia del campo minado en la cabeza. Seguimos ese día, como la tarde anterior, encerrados en el cuarto saboreándonos y sabiendo que sentíamos la misma excitación, multiplicándola. Le di la maza y la estaca, y empezó a apuntalar la pared central, un rombo de lados curvos que resultaba de las cuatro paredes que se unían en el centro exacto de la edificación. Fue esa noche que salimos por primera vez a la “vida del barco”, hambrientos como estábamos y aunque agotados, sin poder seguir tirados en la cama interminablemente. Cerró los ojos largo tiempo, y me pidió la maza y la estaca; a la pregunta respondió gritando “¡la maza y la estaca, decime que ves una maza y una estaca atrás tuyo!” Salimos un rato al cielo de noche cerrada, con estrellas que lejos de la ciudad se veían mucho más grandes, más fuertes, y a falta de luna más numerosas. Ni siquiera pareció desilusionarse cuando llegamos a los cuatro círculos centrales, conectados todos entre sí, iluminados dos de ellos por un sol que subía, colorando la tierra del suelo; no pareció desesperar como yo, que estaba a punto de estallar en la histeria. Había otras personas cerca nuestro, lo que nos devolvía un poco a la sociedad, desilusionados por haber perdido la vaga sensación de estar solos en ese viaje pero indiferentes, o en todo caso dispuestos a ver qué nos traería de nuevo ese mundo, alejados ya de todos los males de la rutina. Yo me habría hartado si no le estuviera viendo la cara, cada vez más ávida, con los ojos cada vez más abiertos y las piernas cada vez más temblorosas. Decidimos emborracharnos, así que no cenamos y fuimos directamente al bar riéndonos de cualquier cosa. Parecía que el edificio en silencio era demasiado grande, y que nunca alcanzaríamos su centro, donde yo deducía que estaba el famoso cofre, mientras seguíamos hacia la derecha hasta volver un círculo, otra vez a la derecha, avanzar cinco, doblar.
El bar debía ser el centro de mayor atención del crucero; todas las mesas estaban ocupadas, parecía que todo el mundo buscaba ahogar la rutina que dejaba en el continente de la misma forma a esa hora, y el alcohol entraba en todos los pasajeros como la ganzúa para abrir fácilmente la puerta, o para cerrar fácilmente la puerta. Doblamos a la derecha, guiados por otro débil rastro de luz, como si el sol nos fuera tendiendo sus migas de pan, el sol de quién. Más densa que el aire, que el mismo bar, era la voz de Billie Holliday muy fuerte, demasiado, entrando así a la fuerza en la mente que no podía sustraerse a la música. Cruzamos dos círculos y llegamos al que tenía el orificio en el centro, y nos dejaba ver que faltaba una puerta, que sólo podíamos movernos hacia los costados o volver: era un laberinto. En el remolino de gente nos quedamos como perdidos; nos imaginé una boya anclada en el mar que especta la tormenta, tan indefensa y silenciosa, balanceándose con los vientos y las olas, quedándose ahí, mientras el huracán pasa. Decididamente (pero no apurado, como yendo en un campo minado mental) él avanzó hacia la puerta que se seguía adentrando en el gran círculo, guiado por la débil luz que se filtraba en alguna de las habitaciones. Nos habíamos quedado quietos sin decir palabra, quizá los dos pensando algo parecido, cuando observé que desde un lugar de la barra donde tres orientales bebían uno de ellos me hacía señas. Era un círculo de ladrillos con tres puertas que derivaban a otros círculos. Nos mostraba que había lugar libre a su lado y nos invitaba a sentarnos con una sonrisa que aventajaba ligeramente a la de sus compañeros. La primera habitación era necesariamente oscura, su techo no tenía ningún agujero en el centro. Nos acercamos y nos saludó en un inglés no muy masticado de oriental que aparentemente no iba por el primer ron.
Entramos. Lo primero fue la doble presentación formal, los nombres (Weng el primero, los de los otros por una u otra razón no los retuve), la procedencia (Corea del Sur), el bocadillo de conocimiento sobre el país (Weng: tango, varios escritores, uno de los otros: Maradona) y lentamente a otras cosas. Mientras nos íbamos acercando a la más cercana, yo veía cómo contrastaba además la oscuridad que se veía dentro de la construcción, apenas interrumpida por rastros de luz de algún orificio interno, perdiéndose hacia el fondo, con el cielo que abría su color límpido, cada vez más fuerte. Nos sentamos y empezaron las rondas de bebida, invitando ellos, invitando yo, otra vez ellos. Y la altura contrastaba con esa impetuosidad de extensión, ya que no pasaba los dos metros y medio, apenas superior al alto de sus puertas (simples aberturas), una en cada círculo. Con el correr de los tragos se fueron ablandando las lenguas y complicando los lenguajes. La parte que veíamos frente a nosotros ya era enorme; a ambos lados cientos de metros de paredes curvas que a la vez se iban curvando como para formar un gran círculo de círculos, que si era como nos dejaba imaginarlo, no habría bastado una ciudad entera para contenerlo. Como desde el principio, las palabras fueron entre Weng y yo; de vez en cuando intervenían sus dos amigos ahogados por la risa y mientras pudo ella también participó, hasta que debió marcharse para vomitar el resto de la noche.
Salió el sol y nosotros seguimos caminando, hasta que, no sé cuánto tiempo después (y realmente, ¿cuánto tiempo?), nos desviamos a la derecha cuando estaba ahí, de pronto como si hubiera estado siempre, la edificación de ladrillos expuestos, esa especie de palacio inexplicable, como una obra a medio hacer. Después terminaron por reírse entre ellos por lo bajo y quedamos los dos, definido ya el inglés para hablar, tomando nuestro propio rumbo en la charla. Ahora yo veía con tanta claridad como él la línea que estábamos siguiendo; el la vería en el camino, o simplemente en la atracción que irradiaba el lugar buscado, yo la veía en sus ojos.
A lo largo de las horas intercambiamos gustos, o por lo menos nociones, sobre música, literatura, cine, evitando cuidadosamente los roces con la política. Con tanta seguridad me dijo “Nos dejó algo lejos, tenemos que caminar” que poco a poco fui contagiándome de nuevo. Creo que esto lo notamos en un momento determinado, porque a la mención de la palabra “Cuba” siguió un silencio de mutua incomodidad que se rompió con nuestra risa. No podíamos saber si nos estaba engañando con el precio, pero tampoco sabíamos dónde estábamos, lo que era un poco más desesperante para mí, que de pronto comprendía que a lo largo del viaje ya no estaba pensando tanto en todo el tema, al contrario de él que parecía más concentrado que nunca, ansioso, extasiado. Era muy difícil encontrar nociones comunes y definidas, por la radical diferencia Occidente-Oriente.
Cuando el chofer detuvo el taxi en la banquina y dijo “Hasta aquí llegamos” yo, que no sabía qué pensar, que no tenía el mapa de humo en la cabeza, vi que él retenía el aliento mirando al taxista, como con algo de furia. Gracias a sus estudios había un encuentro con el arte europeo, pero era muy elemental en todo lo que no fuera surrealismo, por lo que estaba realmente interesado (acabado ya el miedo a la política ambos pudimos explayarnos hasta el fondo, que de una u otra forma siempre desemboca en ella). Me devolvió al tema, como los murmullos de afuera al quedar la mente en blanco, su pesada melancolía: “Por eso estaba tan solo”, meneando apenas la cabeza, aseverando lentamente su descubrimiento, que aún siéndolo, no llegaba a cobrar la realidad suficiente como para hacerlo “despertar”, falseando entonces todo el propósito del viaje y de vivir. Yo le preguntaba, probablemente como un idiota, sobre las filosofías orientales, y él me hablaba y preguntaba por Dalí, André Breton, la dupla Borges-Cortázar. El de ahora era quizás el más impresionante: relieves de un desierto absolutamente desconocido (aunque familiar) cobrando forma y una penumbrosa vista contrastando con la respiración del sol acercándose hasta dejar ver todas las cosas, aún bajo un velo de tenue noche, con colores todavía extraños. En lo demás nos veíamos separados por nuestros propios regionalismos, que hasta ese momento en que vimos el otro lado desconocíamos como tales, creyendo yo antes que tantas cosas eran universales hasta que él me contrapuso ideas y símbolos que jamás habría contemplado en el mismo mundo. Se cruzaban otra vez los patrones de repetición, nuestra escena de silencio, modificada por el chofer, y el paisaje. Inocentemente me remontaba a Aristóteles, hasta Homero, buscando la raíz común, hasta que comprendí que todo había comenzado de dos formas distintas, y que recién esos mundos se estaban uniendo por las ramas altas del último tiempo, surrealismo, siglo veinte, desde los troncos distantes. Bastante imprudente era mostrar todo el dinero a un completo desconocido de un país desconocido con una posición de poder como la que tenía ese hombre, pero de todas formas nada ocurrió y nos llevó por una ruta que ninguno de los dos tenía la menor idea de adónde llevaba. ¿Cómo habremos llegado desde ese punto de partida hasta la apuesta? La única indicación que le dio al chofer fue llévenos al oeste, lo más lejos que pueda llegar con esto mostrándole el puñado de billetes en la mano; luego de pensar un poco sacó la mitad a la vista del chofer. Comprender eso es comprender por qué la ganó. Salimos sospechosamente rápido del aeropuerto tomando un simétrico taxi para alejarnos de la ciudad bajo el alba.
Como yo desconocía por completo la filosofía oriental y él no parecía con muchas ganas de hablar de ella, sólo podíamos abordar el tema de su interés y mi conocimiento, pero siempre de la misma forma: seminario en inglés con acento coreano. No pude ni nunca podré saber si desde el principio íbamos a Lima o si se le cruzó por la cabeza en el momento, por algún pánico de “¡se me está yendo, no lo dejemos escapar!”, nunca lo sabré porque cuando le hablé de pedir por los bolsos creo que ni me respondió, que siguió de largo, ya casi corriendo, parando en cada puesto burocrático sin contestar a las preguntas que yo ya no le hacía.
Hablaba de esos nombres que habían aparecido, y también de otros, Freud y Nietzsche.
Cuando la voz del avión avisó que llegábamos a Lima él levantó la cabeza y “vamos”.
Y pensar que entonces no entendí por qué desde esos lugares había saltado a la apuesta (y pensar que creía que había dado un salto, de una cosa a cualquier otra). La única frase que alguno de los dos articuló fue la que dijo como para sí (todo como para sí) bajando la cabeza, tomándose la nuca con las manos, “¿Tan solo estaba entonces?”. Cuando me lo dijo yo estaba tan borracho que me hubiera dado lo mismo si se ponía a cantar la Marsellesa o a comentar la última Copa América de fútbol. Ya te imaginarás algunas de todas las cosas que habremos pensado. Creo recordar bien sus palabras, algo así como “No hay diferencias: sueño, vida.
El resto del viaje fueron apenas palabras cortando el remolino silencioso que por separado nos llevaba a los dos, palabras suyas o mías, un “todo, todo...” o un “nada”, “cómo”, “pero”, etcétera. Te apuesto una cena a que el barco se demorará tres días en llegar al próximo puerto, y que nadie se dará cuenta salvo nosotros.” Al principio el viaje fue distracción: la ciudad, el alejarse, el suelo oscuro y sus luces, el cielo, hasta que dijo: “Entonces, si yo estoy soñando esto, siempre estuve hablando solo, encontrándome conmigo mismo, odiándome, amándome a mí mismo” y me dejó sumirme en su oscuridad. ¿Una cena? pensé (o dije), estupendo: le sacamos una cena a un borracho. Yo le dije: “bueno, todo lo que quieras con tu viaje y tu tesoro, pero a la ventana voy yo” así que me senté primero y descubrí la ventanilla para poder distraerme durante el viaje, o para encontrar un marco más concreto sobre el cual enfocar mi propia tiniebla. Espero que después se acuerde de pagar.
Subimos a la clase turista de un avión no tan lleno de gente. Eso se lo debí haber dicho, porque escribió la apuesta en dos servilletas y me dio una, para jurar de una manera menos ridícula. En un momento pareció que estuviera por decir algo; retuvo la respiración, tensó los labios, trajo sus ojos de vuelta desde el más allá, pero luego se volvió a sumergir en esa tiniebla y soltó el aire. Y aunque se estaba riendo, lo estaba haciendo seriamente, la risa era circunstancial. Había una vibración que revelaba nuestros nervios ante la puerta de embarque, que no era otra cosa sino eso, la puerta de embarque.
El resto de esa noche se me perdió, hundiéndome más y más hasta el fondo de una embriaguez compartida con cierta alegría, no efusiva, sino casi decorosa. Ahora se hacía inevitable pensar en el encuentro definitorio con el destino, en el saber de una vez de qué se trataba todo esto, y lo sabíamos tanto él como yo. Con ese desconocido amigo distante, no recuerdo exactamente los momentos ni las charlas ni las frases, pero siento que fuimos llegando a un contacto muy directo, aunque desde la distancia infranqueable para dos desconocidos en una sola noche, un contacto depurado por el alcohol o por eso que nos había hecho quedar solos en el bar, esas pulsiones enmascaradas, traducidas en gustos compartidos o en alegría decorosa.
Era al revés de lo que se hubiera podido esperar: la escena, desde afuera, podía verse como la misma a simple vista, repetida invariablemente, pero era la esencia la que cambiaba y generaba la idea de temporalidad en esos silencios. Francamente no sé cuál recuerdo del final es el verdadero, si la llegada sonámbula al cuarto iluminado por un sol de casi mediodía, encontrándola en la cama con pequeños vómitos junto a ella y en el piso, y oliendo inmediatamente el repugnante hedor, o quedarme dormido en la cubierta con el sol en la cara luego de haber tarareado incoherencias y reído de nada abrazado a Weng, o las dos cosas. “Vamos”.
En los días que siguieron a bordo todo volvió a la normalidad y descubrí que había sido esa noche el intervalo onírico del viaje apacible que buscaba con ella, y no un caos del que no hay vuelta atrás como se cree por momentos en esas noches, vistas las cosas de la forma en que lo han sido. Se dio vuelta y me encaró, y ni siquiera atravesaba mi cuerpo con su mirada para ir más allá, se quedaba en un más allá más acá, cercano, entre él y yo, en un infinito espacio (que no era barrera, sino lo contrario) que se cerraba en nuestros ojos. Pasábamos el día juntos bajo el cielo límpido, la noche también. Entendí, tal vez erróneamente, que debía quedarme ahí, en el medio de la galería, y lo vi de perfil acercarse veloz a la mesada y hablar, monosilábica y entrecejadamente, sacar la tarjeta y recibir esos pasajes, esos imposibles, inauditos pasajes. Cuando nos cruzábamos con los coreanos era un saludo cordial, una sonrisa, primero tal vez un abrazo que pareció incomodar a Weng, y nada más, vuelta a lo nuestro.
“Voy a comprar los pasajes” dijo y ¿creer o no creer?. Como solía pasar en esos casos con personas que uno ha conocido una noche alegre y con las que ha compartido la noche entera como si las conociera de toda la vida o pensando la vida futura con ellas, me daba algo de lástima ver que nos alejábamos irremediablemente, que hasta nos saludábamos con pudor o timidez, pensando en lo que perderíamos al no aprovechar lo que habíamos encontrado. Pero él tampoco parecía detenerse mucho a pensar, daba la impresión de que los dos nos estábamos siguiendo mutuamente, haciendo de ese recorrer un camino que ninguno de los dos marcaba el camino al que nos llevaba la entidad azarosa. Pensé que quizás por ese pudor no nos pagaríamos la cena, le tocara a quien le tocara. Yo no me fijaba en los nombres, ni de las ciudades ni de las calles, ni en las horas ni los vuelos; yo me dejaba llevar, suponiendo que él sabría adónde estábamos yendo, ya que él había dicho “vamos” la primera vez. Así pasaron los dos días hasta que llegamos al primer puerto del viaje: Weng había perdido la apuesta, y yo no iba a cobrársela, por más que tuviera la servilleta.
Llegamos a la otra ciudad y fuimos directamente al aeropuerto.
Nos bajamos del barco y nos disponíamos a dar un paseo por la ciudad cuando apareció Weng sin sus dos amigos, sonriente, para citarme al anochecer en el muelle para la cena. Lo más hermoso era el cielo, y de la forma que lo estaba viendo, ese cielo. Yo le dije que no importaba, que no debía pagármela, y fue fingida su cara de sorpresa al decirme que no comprendía; hasta seguía sonriendo.
Atravesamos por la ventana del ómnibus otro paisaje hermoso, con otro deja vu en el cuello, y una premonición de pastillas para dormir hasta algún descuido fortuito. Miré mi reloj: tuve que preguntarle a alguien en el muelle, un poco agitado: detuve a otro, un pasajero que bajaba.
Levantó la cabeza y se paró despacio, con la cara dura, diciendo ya lo único que sabía decir: “vamos”. Lo miré asustado. Dos caras se oscurecían. Con la sonrisa de quien tiene todo bajo control, me dijo que hablaríamos en la cena. ¿Qué pasaba ahora, que estábamos tres días tarde y que uno del sueño había venido a decirme que estaba soñando?
Como era de esperarse, nada de alegre paseo por la ciudad. Siempre que descubro que estoy soñando, por más que trate de seguir en el sueño me despierto. Yo perturbado, ella preguntándome todo lo que se puede preguntar, yo contestándole lo que podía articular.
En el banco de espera pareció repetirse la escena, él con la cara oscurecida y concentrado en no perder ese lugar y ese cofre que le había dejado el coreano, en darle una ubicación y un contenido, y en no despertarse; yo le daba el cambio a la situación porque lentamente me adhería a esas cuestiones: ¿por qué yo no me despertaba?
Pudimos ver tranquilos la puesta del sol en el muelle, y llegó Weng. Poco a poco nos fuimos alejando de todo; dejamos la playa, atravesamos calles oscuras de la ciudad, luego dimos en un centro luminoso y atestado de gente, y llegamos a la terminal de ómnibus, donde las luces empezaban a separarse y caer. Su alegría me oscurecía más. Se bajó del taxi con el chofer, guardaron los bolsos en el baúl y me esperó junto a la puerta, repitiendo “vamos”. Restaurant portuario: pescado o mariscos.
Después llegó él, y todo se hizo remolino otra vez. A la espera de los platos, mi mirada impaciente y su piedad empezaron a hablar por nosotros. Me olvidé un poco de todo por un rato pero después empecé a pensar en todo lo que se había hablado, y más, lo que se había insinuado, y esa serenidad, ese estar parada frente al mar estremeciéndome por esa brisa fresca de noche, se me hicieron un nudo en la garganta, algo como pasado irrecuperable, como un despertar a la pesadilla después del sueño más claro. Después me dijo: “No hay que buscar explicaciones racionales, como se pretende que sea el mundo. Su sereno murmullo, y el agua que se alejaba negra apenas unos metros hasta confundirse con el cielo invisible, me infundieron la tranquilidad como un chorro de agua tibia en el cuerpo. En él no hay ninguna respuesta. El mar de noche era hermoso. Todo está aquí –golpeándose la sien con el dedo–; aquí y ahí también.
Crucé la avenida costanera y quedé frente a la playa. ¿Comprendes? Cuando quedé sola algo de mí quiso llorar; otra parte se burló de eso; otra, al fin, no entendía nada. No es que yo tenga poder sobre los destinos de todos los seres del mundo; tengo el poder sobre mi sueño, que es el mundo. El hombre me acompañó con los bolsos hasta la puerta del restaurant donde nos encontraríamos para salir. Lo que pasa es que es también tu sueño, y el de todos. Me hizo un gesto con la cabeza, siguiendo la típica degradación de los saludos hasta la indiferencia. Ustedes dos son para mí personajes de mi sueño, pero yo no soy más que uno de los tantos personajes en los suyos. En el muelle me crucé con uno de los coreanos que no era Weng, volviendo algo apurado. Así se entrelazan los sueños de cada uno de los todos y se constituye la “realidad”, multiforme, dinámica, imperfecta, onírica. Un hombre que trabajaba en el barco me ayudó con los bolsos. La realidad no está afuera; está dentro de nuestras cabezas, en nuestro sueño, y es a partir de allí de donde podemos empezar a interactuar con ella y manipularla. Junté todo, guardé los jabones del baño y por las dudas eché un poco de perfume en el aire antes de salir. Simplemente ver, ver lo que pasará tan vívidamente como si hubiera pasado, y el sueño no lo puede esquivar.
Habrá sido por esa sensación algo nostálgica que creí oler todavía a látex, a vómito, todos los olores del viaje de una vez, dándome un último respiro. Y en el entrelazamiento, lo que establece mi oniria no es cuestionado por ninguno de los otros soñadores: es así, las circunstancias del sueño que nadie cuestiona.
Entré a nuestra habitación, que tenía un aire distinto, ya tan de recuerdo; parecía realmente un sueño, que estaba volviendo en un recuerdo onírico. Salvo cuando llega esa chispa de lucidez, en muy pocas ocasiones, y uno comprende que está soñando y que nada de eso es ‘real’. Pese a que me dijo que pronto lo tendríamos todo no pudo evitar que yo volviera al barco para buscar nuestras cosas: así mientras él iba a conseguir un transporte hacia el aeropuerto más cercano yo recorrí por última vez el escenario de ese paseo que nos había prometido un largo, un sereno paraíso, y que abandonábamos entre remolinos, y sin una despedida. Así me llegó esta suerte. Averiguamos y resultó que no tenía, así que debíamos tomar un ómnibus o un tren o lo que fuera para luego ir a quién sabe dónde. Así la aprovecho. Me preguntó si la ciudad tenía aeropuerto, y me costó ponerme estupefacta, porque algo me ganaba de lo que entendía en su cara. Cuando llega esta lucidez y decido no despertar, y me quedo a ver qué sigue, y hasta yo lo dispongo. Nadie se había dado cuenta, sólo nosotros dos nos enloquecíamos, y él, que igualmente había oído más que yo y sabía mejor de qué estaban hablando, aparentemente decidió qué creer y no dejó correr un segundo más para su carrera desenfrenada. Así es tan fácil disfrutar hasta de las pesadillas, que si quiero llegan. Pero el hecho era que estábamos tres días tarde, cómo explicarlo. Sólo es necesario ese poder de concentración, de convicción, que doblega al propio inconsciente. Si te ponías a pensar todo parecía una tomada de pelo del coreano, que lo había agarrado borracho, le había dicho cualquier cosa y después inventó un juego para hacerle creer sobrio lo que borracho había escuchado. Ver tan fuertemente, tan convencido de cómo serán las cosas, que al fin son.” Lo miré, sin saber cómo reaccionar; él me devolvió una mirada que desde la oscuridad me preguntaba qué no entendía.
Después me habló del lugar, y del tesoro.
“Vamos” me dijo. “Te está esperando” me dijo. Creo que él tampoco, no creo que le hubiera dejado el teléfono o la dirección, un coreano a un argentino, para que pase a saludar si anda por ahí algún día. “Yo lo puse ahí, en el centro de la edificación. No lo vi nunca más. No es mi propósito invadir tu cabeza, es sólo un regalo hecho de sueño a sueño. Yo lo vi alejarse, tan apacible que le faltaba silbar, parecía que estaba exagerando para nosotros, o para su sueño, para burlarse, para seguir burlándose de todo el mundo. Como los de los piratas, un tesoro. No sé si aludió algún compromiso o si sólo dijo que no quería molestarnos más, a lo que se despidió y nos dejó parados en la puerta, frente a la costanera, mudos e inmóviles. Ahora está en tus manos (en tu cabeza) encontrar el lugar, es decir ubicarlo, y ver qué hay dentro del cofre, es decir escogerlo. De todas formas Weng pareció comprender, porque frente a ese autismo sonrió (ya cansaba esa sonrisa) y hasta hizo algún chiste que yo tampoco registré porque como él no podía dejar de pensar en eso. Cuando salgamos del restaurant yo dejaré de sostener esa realidad, y entonces deberás hacerte cargo de ella hasta vivirla” Así de concentrado estaba por no perder esa oportunidad, que cambiaría no sólo su vida si se cumplía, sino la mía también. La comida, según Weng, estaba deliciosa. La cara se le empalidecía y las orejas le hervían, casi ni respondió al saludo de Weng, bah, casi ni lo vio desde que salimos del restaurant. Después de su postre y su café, y de que se llevaran cansados nuestros platos fríos, salimos, y empezó mi obsesión. Debiste verlo.

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