EL SOLDADO
El Milagro me dijo que mi suerte ya no era suerte y que ahora de mi alma pendían muchas marionetas. Y yo le creí.
Tomé el primer tren que llegó a la estación de Tolosa con destino en Plaza Constitución, muy temprano. Ya tendría tiempo para dormir. De la imagen, si la hubo, no recordaba nada; menos sabía de cualquier mapa. Lo único que quedaba era esa sensación nebulosa, indescriptible, pero suficientemente omnipotente como para dominarme por completo, para hacerme levantar de golpe y subir al primer tren. Tan apurado iba, como tratando de evitar que se perdiera el mapa trazado en mi mente, pero que no existía, jugando una carrera contra el viento que esfumaba la silueta del camino que no veía, pero que de alguna forma intuía, tan ajeno era el Astro que comandaba desde el Milagro mi cuerpo, que me había ido de mi casa sin vestirme, sin un centavo y sin reloj. Sólo tenía unos pantaloncitos y una musculosa, que usaba para dormir. Recordé entonces, cuando el tren llegaba a la segunda estación, que no había comprado boleto. Algo en mí trataba de preocuparse por eso, pero yo estaba demasiado ocupado siguiendo esa línea que, si hubiera intentado señalar con un dedo, se habría perdido para siempre. Mi cuerpo me pedía un poco más de sueño, pero también se lo negó el Astro, el milagro me demandaba entero. Pero sí me permitió juntar esos retazos sueltos, seguramente para un futuro próximo. Esas palabras incoherentes, salidas de un sueño, ariuts, ulrstugt, snobsnao, ¿de dónde habían salido? Recordé también un sueño de una noche anterior, donde me encontraba solo, en la noche de lluvia, en un campo desierto, apuntalando un bloque de piedra con apuro. ¿Cuándo lo había soñado? Llegó el boletero y lo miré esquivamente, con los ojos apuntando a otra parte pero con la atención centrada en ese borroso costado que ocupaba aquel guardián de los senderos. Pero ése, esta vez y sólo esta vez, no era su sendero, ni el mío, por lo que yo nada le debía ni él nada a mí, quizás todavía. Sé que me miró, fue cuando dijo “Boletos” en alto pero hacia mí, e hizo sonar su pinza perforadora. Se quedó quieto unos segundos, con su cara en dirección a mí, pero luego volvió a caminar hacia la otra cabina. Y fue entonces cuando, con la poca energía que consagraba el Astro al pensamiento, empecé a pensar que el Milagro no tenía barreras, que era supremo. Todos los hombres, fueran quienes fueran e hicieran lo que hicieran estarían siempre bajo su merced invisible y jamás podrían escapar a la fuerza de ese fenomenal elemento, imposible de conocer pero tan cierto, el elemento que gobernaba las almas de los hombres y quizás en otros mundos las de otros seres perversos y románticos. Supe que todo ese tiempo en que yo creía haber vivido libremente, en mi casual y efímera existencia, no había hecho más que pasear de un lado a otro en el corralito que me había asignado el Milagro, y que había un afuera, que Alguien me había dejado entrever y que acaso yo estaba buscando. Y ahora que yo ya no era yo, y que mi existencia toda se desvanecía para mi misión, ahora que no era más que un instrumento para salvar a otros instrumentos y sus triviales grandes sueños, sabía que los demás fantasmas estarían a mi servicio, como los pequeños cómplices de su secreto redentor, abriéndole por lo bajo la puerta, revelándole en la oscuridad la filtrada clave. Supe que nadie más que el Milagro mismo con sus manos podría detenerme en mi inercia hacia el lugar señalado por la Constelación, pues todos los esclavos de Él serían también mis soldados, por unos pocos minutos.
Me resultó raro (luego al despertar) que el Astro le hubiera concedido a mi mente la comodidad de reposar, ya que durante un largo tiempo dormí en el tren, y dormí profundamente, con la cabeza apoyada sobre la ventanilla, luego de haber pensado sobre mi nueva y última condición en el Universo, y luego de que se sentara junto a mí un pasajero. Lo pensé cuando desperté, cuando los asientos estaban vacíos y dos multitudes se concentraban de espaldas a mí, en torno a la salida: el tren llegaba a Plaza Constitución. Y consideré también, aunque no me sorprendió, el hecho de despertar justo en el momento en que se detenía la máquina en la estación, como si hubiera estado marcado exactamente el tiempo de mi reposo, hasta el exacto momento en que debía empezar a caminar. Mi viaje estaba perfectamente organizado por la Constelación, allá, donde los astros se reúnen para deliberar sobre su República Universal. Me levanté plenamente lúcido, aunque como siempre, llevado por ese impulso y por el mapa que se mantenía intacto desde el momento en que lo había abandonado, al dormir. Bajé del tren y caminé por el andén con el mismo paso afiebrado e hipnótico de la multitud, yendo pesadamente al embudo, como hormigas. Cuando me tocó mostrar el boleto seguí caminando firme sin dejar de mirar al frente, con un paso sereno, ya esperando que no me llamaran la atención. Y así sucedió. Salí de la estación, y me recibió Buenos Aires. Su cielo me decía que aún no era mediodía, y decidí creerle, ya que no me importaba el retraso. Caminé sin mirar qué calle era la que tomaba. Caminé y caminé.
Creo que el mediodía llegó con su pie para aplastarme desde arriba, y la sed en un momento se hizo escuchar en mí. Sentí que ya tendría tiempo para tomar agua. Sentí que ése era el lugar. Entonces doblé en la primera esquina a la que llegué. Y luego volví a doblar, y lo repetí en diferentes sentidos innumerables veces, como trazando un redundante laberinto. El azar me dictaba simplemente el camino.
Cuando llegué a aquel otro edificio, comprendí todas las vueltas, todo el camino intermedio. Había llegado a la estación de Retiro. Y sentí otro impulso que me hizo entrar. Aún no sé por qué quise leer un diario, pero no lo hice, porque pese a mi serenidad la misión no podría esperar; si anochecía, yo fallaba. Hice lo mismo que en los anteriores pasos: me dirigí a la plataforma que llevaría al próximo tren; mucha gente ya estaba esperando en el andén; pasé la barrera sin vacilar y nadie me detuvo, y me quedé luego en el andén a esperar. Llegó el primero y bajó su población; subí y tomé asiento otra vez en la mitad de una cabina, junto a una ventanilla. En la espera poco pensé, y realmente no sé si pensé en algo, pues ya no era mi mente el comandante de mis acciones. Yo casi no era; mi existencia consistía en un puñado de polvo en movimiento. Arrancó la gigante máquina y arranqué yo. Pasaron algunas estaciones serenas en las que dormité saboreando el mausoleo. Pero luego llegó el boletero, y la que yo creía rutina. Pero no lo fue. Mi cabeza estaba apoyada contra la ventanilla y mis ojos cerrados; mi rostro casi inerte. Sabía que el boletero se había detenido junto a mí, pero esperé a que continuara su camino. Pasaron unos segundos, él dijo la palabra de siempre como para todo el mundo pero sólo para mí, y siguió el silencio y la espera. Pero no continuó con su marcha. Me miraba fijamente, yo lo sentía, y no me impacientaba, pues creía ciegamente en el Plan. Pero la sorpresa me tocó el hombro con fuerza y me hizo girar la cabeza, abrir los ojos, y hasta asustarme. Le vi por primera vez la cara al boletero (no era como yo lo imaginaba, por más que no fuera muy definida su imagen en mí); como en mi cabeza, me miraba fijamente, y con cierta agresividad, como impacientado, o como mirando a un criminal. Me exigió el boleto, y entonces fue cuando mi mente vio un castillo gigante de naipes que caía desde el cielo. No era yo quien se había asustado, no era mi espíritu, sino mi conciencia que se despertaba sobresaltada, en el momento que menos esperaba un asalto. Una comezón me cruzaba el pecho, y sentía mi garganta caliente, porque pensaba que la misión que hasta allí me había llevado, que me había despojado de toda pasión y casi todo recuerdo, que se había adueñado de mi vida y de mi muerte, quedaría ahora inconclusa por culpa de una circunstancia tan banal. Y a causa de ese pensamiento, que revelaba que mi conciencia sabía de qué se trataba todo esto, vino a mí el primitivo miedo a la perdición del mapa, la figura borrosa que arrastraba mis pasos. Mientras la mente volvía tomar el control de mí, me mantuve inmóvil y sorprendido. Luego, hablé. “No... tengo boleto” “La multa son tres pesos” me contestó con su cara impacientada. “No tengo plata” le dije atemorizado por el destino final de quien ni siquiera era yo. “Entonces se me baja en la próxima estación, ¿me entendió? Que no lo vuelva a agarrar sin boleto, porque le hago pagar la multa en serio. ¿Está claro?” Entonces el miedo se hizo para mi mente una horrorosa convicción: el Astro no existía. Era algo imposible de creer, por lo que demostraba que mi mente no sabía tanto al respecto todavía. “Sí, sí, está claro” dije en voz baja, porque al empezar a usar la conciencia, empezaba la noción de la vergüenza, y el temor era que fuera irreversiblemente. El boletero siguió su marcha, y yo me encogí de hombros y empecé a mirar por la ventanilla para disimular mi humillación y para evitar la mirada de los demás pasajeros. No tenía la menor idea de dónde estaba. Cuando el tren llegó a la estación, me levanté. Más fue por la desazón que por el deber, porque cuando vi a lo largo del pasillo, el boletero ni siquiera andaba cerca, pues no le importaba para nada el boleto, sólo la intimidación. Pero de todas formas me bajé, cada segundo más alienado, cada segundo más instintivo, cada segundo menos yo, y más instrumento del Astro que, sin que lo pudiera controlar, volvía a comandar mi cuerpo. Y comprendió mi mente mientras se marchaba que jamás había dejado de seguir el camino, y que el Astro manejaba todos los hilos en su favor: era esa estación a la que yo debía llegar. Pero se atemorizó mi mente de pensar demasiado y tomar la próxima bifurcación como una adivinanza consciente y no como debía ser. Al instante dejé de oír su voz. Cuando estuve en el andén, vi la boletería, y allá no quería ir. Entonces me di vuelta y crucé el andén.
Más allá de los bancos de espera vi un sendero que descendía hasta una calle empedrada, paralela a las vías. Detrás de esa calle, el campo y el cielo. Bajé hasta esa calle, y empecé a caminar por ella hacia la izquierda, hacia lo que yo creía el norte. Escuché del lado izquierdo el motor de una moto, y del lado derecho el canto de los pájaros lejanos, y me conmoví. Ahogué ese experimento tan agridulce y hermosamente animal con una tosca, torpe, humana risa. Rápidamente el Astro se llevó mis emociones por el sonido seco. Entonces ni siquiera sentí pena por ello. Seguí caminando sereno, obnubilado, hipnótico. No escuché nada más. Varios minutos siguió el camino junto a las vías, y yo junto al camino. Luego surgió una curva hacia la derecha, que segundos adelante unía a mi camino con una ruta pavimentada. Tomé esa ruta. Había un paisaje adelante, hacia donde mis ojos miraban, pero yo no lo veía, porque mis ojos ya no servían, al menos no en esa parte del camino. Ya había pasado suficiente tiempo como para que supiera que todo en mí tenía su función para el Plan. Caminé y caminé.
En un momento la sed era implacable, y el hambre todavía más. La sed me raspaba seca la garganta por el polvo respirado y el hambre rugía en las paredes del estómago. Los hombros me empezaron a arder un poco por el sol que aún no empezaba a declinar, pero era infinitesimal su molestia. El sol en sí era un gran obstáculo. El calor, la sed, la luz excesiva. Tenía el ceño acalambrado de tanto fruncirse por la luz del día. Pero todas esas cosas, que en vida me habrían pesado tanto y me habrían desesperado, no me molestaban en lo más mínimo, o sí me molestaban pero no me frenaban, la inercia no les prestaba atención más que la que le permitía la mínima sensación, existente sólo porque era necesaria para que yo pudiera ir hacia mi destino. Pronto la sed sería irresistible, pero hasta entonces yo podría caminar sin inconvenientes. Seguí andando con los estruendos en mi estómago y con la piedra en mi garganta. Encontré tirada en la ruta una botella de plástico vacía; lo consideré un acto si no de piedad, de comprensión. Junté la botella y me la llevé de su anterior destino eterno y efímero, para poder tomar agua si la encontrara después. Pero no usé mis ojos para buscar en el horizonte algún lugar, simplemente esperé a que el futuro me trajera los ríos y las montañas, todo según el Plan. Mi suerte ya no era suerte.
Y el Plan proveyó. La ruta dobló a la izquierda y no la seguí, seguí mi camino derecho. Dejó de ser mi ruta y pasó a ser un recuerdo perdido en vientos ya desde siempre ajenos. Seguí por un campo de yuyos y tierra, con pozos y lomas a lo largo y a lo ancho. ¿Dónde estaba yo? ¿Qué era ese lugar? Sólo en ese instante comprendí la inmensidad absoluta de la Pampa, de la Argentina, del mundo (que no era más extenso que la primera), lo inabarcable de ese infinito. No importaba dónde estuviera, era un rincón del mundo, el rincón que rondaba el portal, uno de los portales a la redundante salvación. Y yo me dejaba llevar por esa tierra inhóspita y (causa o consecuencia) libre. Pero el tiempo con cada maldición que pesaba sobre mi cuerpo se hacía más y más grande e inalcanzable. Los minutos nunca llegaban, los segundos pesaban como gotas de sol sobre los ojos. Luego de un tiempo imposible de reconocer, súbitamente mis talones se levantaron con fuerza y quedé en puntas de pie y abriendo los brazos, como atajándome ante un obstáculo inmediato. Entonces mis ojos se posaron delante de mí por primera vez para ver, y encontré el río que no esperaba, pero que sentía. Me agaché, y, posándome sobre mis rodillas, me estiré hasta el arroyo, y con mis manos junté unos sorbos de agua, que, a pesar de ser el elemento que saciaba mi sed, la multiplicó en forma de ansias y desesperación animal. Me tiré al agua y la bebí desde adentro. No era el sabor que le conocía, porque era más natural, más turbio y más puro, más agua. Mis tragos eran grandes y frenéticos; era como ahogarse por voluntad, una de las cosas más difíciles para un ser. Una vez satisfecho mi cuerpo, volvió a mí el Plan. ¿Dónde había quedado la botella? Estaba fuera del agua, la había soltado al caer al suelo. Salí del río, y el frío húmedo no me molestó. Tomé la botella, y, pese a que ya no tenía sed, la llené, con la misma oscura convicción que me traía desde el principio. Empecé a caminar en la dirección del arroyo, a la izquierda de mi llegada. Volví a alienarme. Como el arroyo casi no tenía corriente, y ésta era opuesta a mi camino, el agua no sería mi compañera, el arroyo lo sería.
El arroyo zigzagueaba por el campo, como una herida en la tierra, llena de sangre, que brotaba de algún tallo en lo alto y se desangraba por el tajo fluyendo sobre su piel de polvo y pastos, uniéndose y creciendo las venas abiertas hasta llegar al último extremo del cuerpo del herido y caer al eterno campo de sangre, rebalsándose cada día más, cada día menos, cada día más. Era la gran barrera que partía siempre al mundo en brazos quebrados, estériles sin su savia, la que separaba su piel y regaba su interior. Y junto a él andaba yo buscando mi muerte. Aún no lo sabía mi cabeza, pero como tantas veces atrás, lo sentía.
Y, aunque había ya empezado a hipnotizarme, esta vez mis ojos vieron más allá del aire que golpeaba mi cara, pero no fue casualidad. El Sol mismo me dio la señal, reflejando su luz en aquella figura erguida, para que yo me detuviera a verla. Me tiré otra vez al agua y crucé el arroyo, dirigiéndome a aquel (ahora podía verlo bien) bloque gris, alto y rectangular desde allá. Mientras caminaba me debatía si lo estaba haciendo a conciencia o si me estaba dejando llevar, entonces comprendió el Astro que debía inyectarme más hipnotismo. Cuando llegué descubrí que era un prisma de piedra pulida, algo más alto que yo, y supuse que era una especie de placa, de homenaje. Busqué en sus caras alguna escritura, y la encontré en el lado opuesto al arroyo. Así quedaba yo, enfrentando esa pared, y detrás el desierto desconocido, sin tiempo y sin nombre para mí, detrás el infinito. Leí la placa que me miraba cara a cara:
EN LA MEMORIA DE ARIUTS ULRSTUGT SNOBSNAO, CUYO LEGADO SE CIERNE SOBRE LA VERDAD DE LOS HOMBRES Y SIGUE NEGADO POR ELLOS, CUYA VIDA SE PERDIÓ EN EL PASADO Y CUYA MUERTE HA CAÍDO EN LA INDIFERENCIA. PERO SU GLORIA ES INFINITA.
La sensación me hacía hermano de la piedra, me hacía padre, me hacía infinitamente hijo anónimo. Mi garganta se cerró bruscamente, mi pecho ardía, mi estómago también, mi cara hervía, mis ojos se secaban muy abiertos. Pero no era pudor lo que sentía, no era miedo, no era pánico, ni paranoia, era ausencia, ausencia eterna, insondable, casi imposible. Lágrimas empezaron a caer de esos ojos recién secos, pero aún faltaría para el quiebre de mi cuerpo, que seguía erizado, que seguía buscando un alma que no estaba. Miraba las palabras, el nombre, el arroyo atrás, y el desierto. Muchas lágrimas eran. Fue cuando todo se quebró en mí y lloré. Lloré y lloré.
Me agaché bajo la sombra de mi mausoleo, con mis manos apoyadas en mis rodillas, cerré los ojos fuertemente, y sollocé, hasta los gritos agónicos. Me limpié con la mano derecha la cara, sacándome esos hilos que dividían mi piel en partes estériles sin su savia, y lloré más. Me apoyé con esa mano en mi memoria de piedra, erguida por mi hijo, mi hermano, mi eternamente anónimo padre. Miraba el empapado interior de mis párpados, masticaba el sudor y tocaba el agua todavía fresca que me pegaba la ropa a la piel, y no sentía nada de eso. ¿Por dónde andaba ya? ¿Acaso me estaba despidiendo? Me erguí de pronto, respirando hondamente y abriendo los ojos con la vista obstruida por la ausencia. Me limpié otra vez con la mano. Y volví a mirar la piedra. Pero me llamó la atención un punto situado a la altura de mi pecho, a la derecha del rectángulo. Era un pedacito de superficie que tenía color celeste brillante, resaltando sobre la piedra gris. Era un color vivo, pero también, aunque liso, como dinámico. Me agaché para verlo de cerca y el color celeste se movió. Pero luego descubrí una pequeña mancha en él; una mancha muy leve, blanca, como de algodón fino. Me levanté rápidamente, y exaltado. ¿Qué había sido? ¿Era mi mano, eran mis lágrimas en ella, o era el agua del arroyo? Miré mi mano izquierda, con la botella con el agua del futuro, el agua del presente. Empecé a arrojar el agua de la botella sobre la cara del bloque, la tiré por todas partes, mientras la superficie adquiría colores distorsionados. Terminé de cubrir la superficie con agua, se acabó el contenido de la botella, cayó la última gota de la piedra que me enfrentaba, y descubrí aquel Milagroso espejo. Me vi mirándome fríamente, aún sin acabar de comprender todos los sentidos del Milagro. Y vi detrás de mí aquel campo, nunca tan ajeno, tan propio, tan ajeno. Pero en mi mano izquierda no tenía una botella, tenía un revólver. Me pregunté quién había construido el mausoleo. Me contesté que había sido mi sucesor. Me pregunté de quién era el mausoleo que yo había erguido. Me contesté que era de mi antecesor. Me pregunté si serviría de algo al fin todo esto. Me contesté que estábamos salvando a la humanidad. Aunque fuera un círculo cerrado que esquivara la intervención de todos los demás individuos, aunque fuera a simple vista un ritual de sacrificio por la piedad de los dioses, el sacrificio era por la piedad de los hombres, era la constante búsqueda de la salvación del mundo entero, generación por generación, el padre crea a su hijo que crea a su hijo que crea a su hijo, todos hermanos. Ése es el sentido, pues nuestro sacrificio no será finalmente vano, pues algún día los hombres y las mujeres del mundo gritarán nuestros gritos, crearán nuestra obra, algún día un hermano nuestro no nos hará ningún mausoleo, y ese día el ritual acabará para siempre, y el Milagro se desvanecerá en la sombra de la pirámide, el último mausoleo, el mausoleo del Astro. Mi reflejo sobre la piedra levantó el revólver y se disparó en la sien izquierda.
El Milagro me dijo que mi nombre ya no era Ernesto Guevara, que ahora volvía a ser parte de aquel héroe espíritu anónimo (que en mi sueño se llamó Ariuts Ulrstugt Snobsnao), postergado escritor de la Historia.
domingo, diciembre 12, 2004
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